No me siento menos indignado que quienes conocieron de manera directa y compartieron más tiempo con Orlando Sierra, asesinado el 30 de enero del 2002. Yo solo fui su alumno durante un semestre. De su cátedra adquirí, entre otras enseñanzas, la insistencia para sostener mi opinión.
Apenas llevaba tres años de práctica periodística. Laboraba en Pereira cuando la entonces directora del Periódico La Tarde, Sonia Díaz, bajó de su oficina y comunicó a la redacción que habían herido a Orlando. Me senté frente al computador, pensé en los muchos momentos en que fue mi orientador.
Horas después, la misma directora volvió a comunicar que Orlando tenía pocas opciones de recuperarse. Desde esa vecina ciudad conocí la evolución de los acontecimientos, hasta el deceso y la movilización en contra de la coalición que se repartía el gobierno como lo hacen los forajidos tras obtener el botín.
Desde entonces ha corrido mucha tinta, grabaciones, papeles, investigaciones inagotables, que permitieron descubrir que un grupo de gamines de la Galería no eran los grandes interesados en matarlo, sino los que simplemente cobraron por hacerlo. Entre ese círculo del bajo mundo se movían también importantes contactos al servicio de la política hecha a balazos.
Con estoicismo asistí a las audiencias de juzgamiento. Pasé el sinsabor de escuchar a un criminal a sueldo como Alberto Guerrero, que se da ínfula de paramilitar, cuando era en realidad un narcotraficante que financiaba campañas y ordenaba matar a detractores de sus aliados; a Tilín retractándose mientras en el centro de Manizales más voces dicen que aumentan sus propiedades en la carrera 23, a través de testaferros; a Ómar Yepes dando cátedra de cómo se amarraba cada voto; al cuñado de alias Pereque, condenado por el homicidio, diciendo nada convincente que sí convenció al juzgador.
El balance no es más que un fallo absolutorio, debido a las dudas logradas mediante una larga cadena de asesinatos y no sé qué más. Ha perdido todo valor la denuncia formal. En el peor de los casos se devuelve contra la víctima. El mensaje para los matones de alta influencia política y grado máximo de corrupción está más claro que nunca: maten que yo absuelvo, impunidad es mi nombre.
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