El asesinato de las víctimas que reclaman lo que los grupos ilegales -algunos dizque legales- les quitaron es una muestra dolorosa de la capacidad que tienen las ultras (izquierda y derecha) de aferrarse al modelo de guerra como el gran negocio del cual se han lucrado por décadas.
Los defensores de la guerra son de dos clases. De un lado están quienes se han beneficiado con tierras, dinero y negocios del narcotráfico (políticos, empresarios, terratenientes, gremios). El otro lado es una masa enorme de opinión pública que apenas ha recibido información que los medios le mostramos. Les queda fácil consumir noticias y repetir que la verdad absoluta la tienen quienes plantean seguir guerreando.
Para vivir el conflicto hay dos países: el de los que ven la guerra como una película en televisión; y el de los que se quedan sin el televisor, sin la casa, sin trabajo, sin tierra, sin familia y aparecen en la televisión de los que ven la guerra. Los que la ven son los más vehementes en defender la continuidad de la confrontación armada, pero jamás irán al combate a menos que estén tan desocupados y desorientados que la única opción sea hacerlo, no sin antes preguntar cuánto pagan por eso, por ser mercenario. Por lo anterior es muy necesario devaluar, al menos desde la conciencia, el conflicto armado.
La guerra son también los discursos de los políticos o de los jefes de grupos ilegales o de la cúpula militar. El combatiente común, reclutado de la base del pueblo, materia prima del conflicto, no es más que un hombre armado con la capacidad para matar al que le mostraron como enemigo. Luego de un tiempo se dan cuentan de que tienen dos opciones, insertarse en el aparato productivo nacional o continuar en el conflicto. Por eso una buena cantidad de muchachos comienza a trasegar por bandos diversos y terminan al servicio de grupos o ejércitos armados.
Cualquiera sea el bando que los absorba es en su formación para el combate en lo que se sustenta el discurso del conflicto, el que continuamente pronuncian ciertos políticos, empresarios y los jefes o comandantes en guerra. Los años de este milenio han sido favorables a ese discurso, matizado por la euforia que despierta la mediatización de la guerra.
Así, mientras la opinión de los que ven televisión acompañan los discursos de los que hacen la guerra, los combatientes atienden las directrices de quienes lo pronuncian y producen millones de víctimas. Esas víctimas son personas de una nación de la que solo se enteran por medios electrónicos o audiovisuales aquellos que solo opinan.
Ese es un camino expedito para no reparar víctimas, para no restituir tierras y para continuar en guerra, porque en realidad ese conflicto está tan lejos de los centros urbanos que aquí jamás, o de forma muy esporádica, se siente el dolor de un asesinato o una masacre en el campo, ni huele a muerte, ni nadie se deprime por la tragedia del abandono de la tierra.
En este milenio logramos separar de nuevo el conflicto en el campo de la comodidad de las ciudades. La guerra se ve en la urbe como una ficción, la cual sí viven (en realidad) los que aparecen en televisión. La diferencia es enorme. Igual de grande es la garantía de la que gozan los que se lucran de la guerra, esos mismos que vociferan todos los días en el Congreso, en el ejecutivo nacional, en los gremios y en las fuerzas armadas, legales e ilegales. Usan su plataforma intentando que el público legitime a sus ejércitos contra la reparación y la restitución. ¡Y vaya que lo logran!
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