Millones de votos no son nada, todo el censo electoral sirve para nada, porque solo basta con que un minúsculo grupo de dirigentes se ponga de acuerdo para que se ignore, equivalente a vaciar por un sanitario, todo el papel que se raya en una jornada electoral.
La democracia menos imperfecta del mundo se supone que es la de Estados Unidos. El año pasado BBC citó un informe en el cual los investigadores Martin Gilens, de la Universidad de Princeton, y Benjamin I. Page, de la Universidad Northwestern, concluyeron que esa democracia iba por mal camino.
El excontratista de la NSA, Edward Snowden, quien filtrara abundante cantidad de información sobre las actividades ilegales de esa agencia, volvió a citarlos en una conferencia registrada por el portal Actualidad RT. En su caso para explicar porqué las leyes que le ponen límites a las violaciones de comunicaciones se resumen en un saludo a la bandera.
Hay dos ejemplos que comprueban la poca importancia que tienen los ciudadanos para las élites y que podemos aplicar al caso colombiano:
El primero tiene que ver con la recesiones económicas globales. Recordemos que las consecuencias de las mismas eran más perjudiciales para el ciudadano promedio, es decir, las clases medias por falta de liquidez y poca capacidad de endeudamiento, además de la imposibilidad para cubrir sus obligaciones y la pérdida de empleo.
Sin embargo, la precaria situación de los pueblos, conocida ampliamente, jamás motivaron a los gobernantes y legisladores. Por el contrario adecuaron las normas para rescatar a los bancos y no al ciudadano. Señalan los investigadores que hoy esas entidades privadas han vuelto a tener la solidez de siempre, mientras que la población jamás se ha recuperado de los efectos de las crisis.
Ejemplos por miles tenemos en Colombia, por ejemplo, el rescate de Davivienda. Uno más cercano fue cuando los subsidios aprobados por el gobierno, a través del Forec, tras el terremoto en Armenia en 1999, se destinaron primero a pagar las deudas que se tenían con los bancos, dejando a los deudores, cerca de cinco mil, sin vivienda, sin subsidio y sin empleo.
El segundo ejemplo práctico tiene que ver con las interceptaciones ilegales, de las que solo conocemos la punta del iceberg en Colombia. Solo una élite era la destinataria de esa información. Se sirvió de ella en gran medida para mantener un control político que a la larga garantizara que nadie más amenazara su poder. ¿Y para qué mantener el poder? Pues para ser el único con quien se pudiera negociar y garantizar la supuesta confianza inversionista. Aunque en el discurso público solo se hablaba de "seguridad nacional".
Violar comunicaciones sometidas a reserva es una actividad cotidiana. El remedio jamás fue acabar con el DAS, porque la interceptación la puede hacer con facilidad otro agente de inteligencia. Solo basta con que reciba una orden de arriba, de la élite.
Lo que sí queda claro es que el ciudadano promedio es vulnerable a que se le violen sus comunicaciones, mientras que el reducido grupo se mantiene protegido.
En ambos ejemplos, de un lado los economistas y del otro los medios de comunicación, hemos comprado el discurso oficial o de élites. En las aulas universitarias se enseña que es más ventajoso rescatar a los bancos que a los ciudadanos y en los medios informativos prevalece y se transmite la creencia de que una chuzada siempre recae sobre un sospechoso de algún delito.
La diferencia es clara. La opinión pública es algo impersonal, solo se refiere a una masa poco pensante, a una voz tenue y cambiante, mientras que el banquero o dirigente político (la élite) son atendidos de inmediato y sus deseos son órdenes, aunque perjudiquen a millones de electores. Para Snowden esta minoría y en particular "las élites económicas tienen 10 veces más influencia sobre las leyes que aprueban los legisladores que la sociedad en general".
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