Hubo un tiempo, no hace mucho, en el que seguir la Teología de la Liberación era llevar la lápida colgada (aún hoy quedan estertores de discriminación, porque los seguidores también fueron muertos, acorralados, desaparecidos e invisibilizados).
Al sacerdote salvadoreño Octavio Ortiz no solo lo degollaron por evangelizar y educar en sectores vulnerables, de extrema pobreza, sino que para detener semejante labor insurrecta, contraria a lo que Dios manda -"siempre tendrán pobres"-, le pasaron la rueda de un tanque de guerra por el rostro.
Esas historias que nadie cuenta para las que se secó de repente la tinta de grandes medios escritos, los únicos que podían narrar lo que sucedía por allá de los años 60 a los 80, son calificadas hoy como desvaríos de personas poco influyentes. Sin embargo, influyente sí era el arzobispo de San Salvador, Arnulfo Romero, por oponerse al paramilitarismo que apoyaba al dictador Carlos Humberto Romero Mena.
Llegaron al extremo de asesinar al jerarca eclesiástico mientras oficiaba una misa el 24 de marzo de 1980. Dice la misma Biblia: "El que tenga oídos que oiga", pero eso es lo que ha dejado de hacer el católico común y corriente. Se le olvidó que si bien le hicieron una promesa, un cheque en blanco para la próxima vida, tiene que vivir primero esta.
Eminentes teólogos de Centroamérica se opusieron a la apertura del proceso de beatificación y canonización de Juan Pablo II por haber humillado a Romero. Ellos sí tienen memoria, porque ese santo súbito que tanto reclamaron una inmensidad de sotanas y cómodos europeos -que ni tienen idea de lo que sucedió en América Latina-, con su desprecio les sirvió a los asesinos en bandeja de plata al arzobispo.
Lo hizo cuando le recomendó que tenía que tender puentes con la dictadura, lo que equivalía a estar de su lado, en medio de las atrocidades de un conflicto que desangró a El Salvador. Aún cuando sabía que la dictadura de Romero Mena auspiciaba el asesinato de sacerdotes. Un juego que no quiso jugar el arzobispo, quien con una desafiante carta al gobierno de Estados Unidos le pidió suspender la ayuda militar a su país por los motivos que todos los que estaban atentos sí conocían: esas armas mataban civiles inocentes en vez de guerrilleros.
El santo súbito fue elevado a los altares en tiempo récord, mientras que la sordera durante su papado fue una constante frente al asesinato no solo del arzobispo Romero sino de varios sacerdotes bajo la consigna paraestatal: "Haz patria mata un cura".
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