En diciembre de 1995 empecé con ilusión mi práctica en El Espectador y ese mismo día una periodista me dijo: “esta empresa se va a quebrar: han echado a muchos, no tienen plata ni para pagarnos la prima”. A los pocos días me enviaron a cubrir una toma guerrillera en Une, Cundinamarca, y otra comentó: “dudo que te den viáticos”.
Mi cabeza inexperta oyó esas voces y aunque me resultó otro sitio de práctica decidí quedarme porque a mis 21 años preferí pasar mis días haciendo reportería en vez de labores de oficina, y porque intuí que un periódico centenario no iba a cerrar durante los seis meses de mi estadía. Al final me quedé casi seis años en uno de los trabajos más felices que he tenido, en el que todas las semanas conocí gente, lugares o historias interesantes y compartí con colegas que me enseñaron desde su ejemplo.
Lo cuento porque esta semana miles de jóvenes entraron a estudiar comunicación social y periodismo y seguro alguien ya les vaticinó un negro futuro: “¿medios de comunicación? Internet va a acabar con todos”, “¿de qué vas a vivir?”. Para estos casos resulta útil tener dos oídos: uno para escuchar a los agoreros, a los que abordan al recién llegado para explicarle todo lo malo, a los expertos en apocalipsis, y otro para ponderar, para oír los relatos que prueban que la vocación sí puede llevar a vidas profesionales dignas y que incluso Internet ha abierto posibilidades insospechadas hace pocos años.
 La comunicación ofrece múltiples perfiles ocupacionales y el periodismo es sólo uno de ellos, pero me ocupo de él porque es el que amo. Los jóvenes que sueñan con ser periodistas escucharán este 9 de febrero, Día del Periodista, toneladas de desestímulo porque fieles a nuestro espíritu a los periodistas nos fascina celebrar nuestro día dándonos palo. “Crisis del periodismo”, “¿Tiene futuro el periodismo?”, o “Periodismo y credibilidad”, pueden ser los títulos de encuentros que inviten este jueves a la reflexión; los mismos de hace 30 años cuando estudié la carrera ¿Seguimos hablando de lo mismo? No: los retos, contextos y tecnologías cambian, pero permanecen las preocupaciones por la transparencia, la independencia y la calidad de la información, así como la exigencia de garantías de libertad y seguridad.
 Del contexto actual me inquieta que entre agosto y noviembre fueron asesinados cuatro periodistas que trabajaban en medios pequeños, lejos de las grandes ciudades, y ninguna de estas muertes motivó un rechazo público del presidente Gustavo Petro, quien en cambio en el último mes usó su Twitter 34 veces para criticar contenidos que le disgustaron, como si fuera jefe de redacción y no jefe de Estado.
 Como el mal ejemplo cunde, esa riesgosa práctica de señalar medios y periodistas desde el poder estatal, que tanto usó Álvaro Uribe y ahora acostumbra el fiscal general, por citar solo dos ejemplos, la replican mandatarios locales con pronunciamientos hostiles que generan un nebuloso ambiente permisivo para violencias simbólicas y físicas. Por ejemplo, el alcalde de Manizales y su primo-representante han criticado a La Patria en repetidas ocasiones, de manera desobligante o burlona, e incluso el alcalde escribió “los bandidos en Manizales hablan en público a través de columnistas prepago”, dejándonos a todos bajo sospecha, sin dar nombres, detalles ni pruebas.
 La otra cara del señalamiento es la pretensión de comprar con recursos públicos la línea editorial a través de pauta publicitaria: pagar avisos o bodegas a cambio de contenidos favorables y, sobre todo, de oídos sordos cuando conviene.
 ¿Circula información sesgada, falsa o incompleta? Sí. ¿Hay periodismo de excelente calidad? También. Los mismos que repiten “todos los medios mienten” aplauden informes que ratifican sus percepciones o simpatías. ¿Se puede criticar a la prensa? Por supuesto que sí. ¿Le corresponde hacerlo al jefe de Estado? Creo que no. En democracia los gobernantes están obligados a recibir las críticas y, al mismo tiempo, a garantizar un ambiente de absoluta libertad, respeto y protección para quienes las emiten. Esta premisa aplicó para los anteriores gobiernos, sigue vigente hoy y deberán recordarla los elegidos del futuro. El periodismo incomoda al poder y precisamente por eso siempre puede ser el peor momento para ejercerlo, y también el mejor.