Hace poco le oí a mi papá un cuento que no le había escuchado. Al comienzo de su vida laboral en Manizales él fue vendedor del Almacén París y luego montó Matécnicos, un taller de reparación de máquinas de escribir ubicado frente a la manzana del Instituto de Crédito Territorial que se cayó en el terremoto de 1979. De ese oficio recuerdo “jovencillo emponzoñado de whisky ¡qué figurote exhibes!”, la frase que incluye todas las letras del alfabeto y él usaba para probar el teclado de las máquinas Brother, Olivetti y Remington. Después de Matécnicos abrió Central Caldas, en donde vendió máquinas eléctricas, electrónicas y faxes hasta que se quebró con la apertura económica de César Gaviria. La historia que le oí hace días es de la época de Matécnicos, cuando un personaje funesto que hoy es dirigente del fútbol colombiano trató de exigirle una comisión por un negocio en la Gobernación de Caldas.
Ocurrió en los 80. Mi papá, Germán Villegas Naranjo, reparó durante todo un año las máquinas de escribir de la Gobernación y cuando pasó a reclamar su cheque el funcionario le dijo: “Acá se lo tengo, guardado en este cajón, pero me tiene que dar el 10% para que se lo entregue”. Mi papá salió indignado y al rato regresó con un amigo de la Contraloría. Logró que le pagaran su plata, pero no pudo volver hacer negocios ahí.
—Papi ¿y qué pasó con el tipo?
—Pues nada… ¿Qué iba a pasar?
Tampoco pasó nada cuando en 2003 la guerrilla lo retuvo en la carretera entre Ocaña y Cúcuta, cuando iba a dictar una conferencia, y lo obligaron a descargar un camión de cerveza. Tenía 55 años. Al terminar la extenuante tarea lo encerraron durante horas en un cuarto oscuro y con candado, junto con un muchacho que viajaba en el mismo taxi que él. En una época de secuestros frecuentes ocurrió lo imposible: antes de anochecer los guerrilleros les dijeron “tienen cinco minutos para perderse de aquí”. Salieron con una pareja de esposos, ya mayores, y el conductor del vehículo. “El taxi empezó a bajar por una carretera muy curva y desde donde los guerrilleros estaban nos podían disparar. Ahí pensé que nos iban a matar”. Por fortuna nada pasó y esa misma noche pudo llamar a la casa y contar el cuento.
No era la primera vez que se encontraba con la guerrilla. Ya le había pasado como guía turístico de un grupo con el que viajó a Caño Cristales. Estaban en una embarcación, cruzando el Río Guayabero, cuando alcanzó a ver a unos muchachos en la orilla, haciendo señas para que se acercaran. Le dijo a la gente que estuviera tranquila, que él se encargaría de hablar, y así lo hizo. Explicó para dónde iban, les dejó cigarrillos y pudieron seguir.
Me gustan las historias que cuenta mi papá de su infancia en Salamina, como la vez que llevó un conejo a la casa y se comió todas las matas de su tía Emilia Villegas, que hacía buñuelos, pandequeso y cuajada con la leche que llevaban de una finca en la vía a San Félix. Y también me gustan las más recientes, porque sigue siendo niño: en 2016 su amigo Alberto Álvarez y él salieron muy tiesos y muy majos por las calles de Yopal, vestidos como jeques árabes, por el puro placer de mamar gallo. En un centro comercial lograron contener la risa cuando por altoparlante les dieron la bienvenida a los “ilustres visitantes del extranjero”.
En diciembre de 1954 el director de El Tiempo le pidió a Emilia Pardo Umaña que hiciera un reportaje de alguien interesante y a ella se le ocurrió un nombre magnífico, aunque tenía “el serio impedimento de consanguinidad”: su mamá. En mayo de 2001 Orlando Sierra escribió: “Hoy no habrá crítica en estas líneas. Acá le rendiré tributo a doña Marina Hernández, mi vieja”, y en marzo pasado Alejandro Samper publicó en La Patria “Un regalo”, una amorosa columna dedicada a su papá. Hoy es mi turno para rendir homenaje en vida, y expresar mi amor y gratitud: este 11 de enero mi papá cumplió 75 años y espero que nos queden muchos más para seguir oyéndole sus historias, sus carcajadas y su voz bonita cuando le da por cantar.