Sí, el año no se ha acabado, no es tiempo de balances, pero decidí reunirme conmigo mismo, hice quórum, logré estruendosa mayoría, y decidí declarar -otra vez- la cotidianidad como mi personaje del año. Una refugiada siria sintetizó en pocas palabras la importancia de lo simple, de lo cotidiano, al llegar a Estocolmo después de mil zozobras desde su devastada patria: “Todo lo que quiero es volver a abrir y cerrar una puerta”.
Es un goce pagano disfrutar la condición del mortal que despierta diario a la vida, se toma un café instantáneo de celador, se baña, se enoja o se alegra, lee o relee un poema que le habría gustado escribir, saca el perro al parque, habla pestes del Gobierno sin que lo metan a la cárcel. O lee en el almanaque pintoresco de Bristol inofensivos chistes como este: “Maduramos con los daños, no con los años”. Son placeres que nos envidiarían los dioses ver pasar una nube, prender o apagar la luz, pararse en una esquina, parecerse a la mascota, chatear con la almohada, perderse en los vericuetos de Internet o en el anárquico centro de cualquier ciudad.
Otros deleites son esperar -en vano- ese correo electrónico que nos cambiará la vida, ver pasar el tren, oír cantar el gallo, así no sepa dónde, creer o no creer en el que reparte dones, engullirse algo que vaya contra la dieta ordenada por el médico. No está mal disfrutar del colibrí que reúne -gratis- toda la magia del Circo del Sol. El padre Astete aporta a la cotidianidad su menú de pecadillos monótonos para cometer: soberbia, avaricia, lujuria, ira, gula, envidia (el único pecado inútil), y pereza (con razón el gato es su logotipo). Claro que llega el momento en que los pecados -incluido el sí fornicar- se retiran de nosotros, en ningún caso, nosotros de ellos. Son las implacables reglas del juego.
Hasta pasar la página de una novela tiene su indudable encanto. Sobre todo si al doblar la página sabemos quién fue el traidor. O el infiel. La cotidianidad ofrece siempre el milagro de ver películas en pantalla grande, o en la intimidad de nuestro cuarto. En acción de gracias por los servicios prestados, deberíamos invitar a un asado a la cama, la mesa de comedor, la biblioteca. O al espejo que nos recuerda lo fugaces y prescindibles que somos. Las arrugas notifican que hemos vivido. ¡Aleluya!
La llave que obra la magia de permitirnos entrar y salir de nuestro apartamento merece un bolero. ¿Y qué tal la ventana que “siempre está mirando hacia afuera”, como decía una niña? No me desvelan las leyes de la inercia o de la gravedad, pero aprovecho el glorioso descubrimiento del clip, y agradezco el invento del pararrayos que quién sabe de cuántas muertes seguras me ha salvado. Celebro la reproducción de una partida de ajedrez donde se puede encontrar tanta belleza como en una rosa. O en la vecina del quinto piso que nos ignora sin piedad.
Un cocuyo, central hidroeléctrica en miniatura, nos hace grato el tiempo que dura su esplendor. El cocuyo es una metáfora de nuestra propia vida, menos que un suspiro, comparado con la eternidad. Hay verbos que andan sueltos por ahí dispuestos a servir. Por practicarlos no hay que tributar: ver, oír, oler, gustar y palpar. Si le agregamos sustantivos como perdón y olvido, redondeamos mejor la faena. A disfrutar la cotidianidad, las pequeñas cosas durante el resto de años que nos queden por chulear.