De niños solíamos cuñar las puertas de la casa con el mar. No con el mar de carne y agua. Las cuñábamos con hermosos caracoles traídos de arriba, como les decíamos en casa a los sitios remotos, imposibles como una mujer diez. En esa época descubrí que el mar se vuelve música para vivir dentro del caracol. Lo descubrimos cuando arrimábamos el caracol al oído y escuchábamos el rumor de las olas del mar. Fue mi primer contacto con el océano. Como quien dice, un amor a primer oído.

Al mar físico llegué tarde, en Cartagena. Tenía 16 años. Me lo presentó mi padre. “Hola, mar. Fulano de tal, un amigo más”, le dije desde mi óptica de cachaco, como los costeños nos dicen a los del interior. Cachaco, para que nos entendamos, es ese sujeto que primero conoce el mar en postales. O conocía. Hoy, los bebés nacen, los bautizan, y el segundo o tercer duchazo se lo dan a cero metros sobre el nivel del mar que, por esa razón, tiene virtudes orinoterápicas.

Una bebita, Berenjena Aristizábal, conoció el mar en Cartagena a los cuatro añitos. Cuando lo vio desde el avión, asombrada le dijo a su madre: “Mami, se cayó el cielo”.

“Papi, a qué horas abren el mar?”, le preguntó su hija Andrea al poeta JM Roca.

Mi hija, hoy cincuentona, se desencantó del mar cuando lo conoció. Creyó que el mar era hacia arriba, como los edificios, y no un prosaico aguacero acosado.

Pero sigamos con el mar que les “brama en la cintura” a las más bellas de Colombia en noviembre. En el mar todos los días es noviembre.

Sin ofender a nadie, debo decir que desde el principio el mar me pareció un simple charquito formado por millones de gotas tomadas de la mano, como esos niños de kinder cuando van por la calle para no perderse.

Al mar se le fue la mano en agua. Pero no en nombre. ¡Tres letras no más para semejante charco! ¡No hay derecho! Merece un nombre largo, como esternocleidomastoideo, un músculo que nos acompaña a todas partes. O Parangaricutirimícuaro, un volcán mexicano.

Si bien le tengo todo el respeto al agua, nunca le vi mucha gracia al mar. Me gusta, en literatura. Por ejemplo, no imagino a Sandokán, uno de los héroes de Salgari, despachando enemigos en bus, o en avión.

Claro que las ciudades con mar incorporado a su biografía me encantan. Por ejemplo, si se trajeran a Cartagena para el interior, me gustaría igual que a cero metros sobre el nivel del charco. La gente me mira raro porque no me nace meterme al mar cuando voy a la playa.

Suponen que me falta un tornillo, como al mundo. Voy a la playa, más a sacar a pasear la pantaloneta, o a darle de comer al ojo, que a otra cosa. O a recibir vitamina D, que es lo que nos da el sol, gratuitamente. Y a caballo regalado... O mirar las arrogantes mariamulatas, el pájaro que siempre anda de negro hasta los pies vestido.

Sin nada de originalidad, diría que a mí el mar me lo habrían podido dar en plata.