En un corto viaje entre Manizales y Salamina, mi padre me contó una historia que hoy rememoro. Corría la primera mitad del siglo pasado y uno de sus paisanos, de espíritu pobre, desconfiado y avaro, alardeaba de la inmensa fortuna que había acumulado. Como resulta obvio, ante la lógica pregunta del lugar donde la tenía, el personaje en cuestión se silenciaba de manera abrupta. Al fallecer, solo y rodeado de miseria, sus vecinos se inquietaron por las alforjas donde el tacaño personaje tenía su botín. Buscaron una y otra vez hasta que lo hallaron, podrido, dentro de su colchón, representado por billetes cuya denominación había dejado de circular lustros atrás. En resumen, esos billetes eran basura.
Esta anécdota permite rememorar la seriedad del fenómeno inflacionario. Varios autores, como Francisco de la Torre, han  expresado con claridad que la inflación debe ser considerada como un impuesto en razón a que disminuye el ahorro de las personas y grava los bienes y servicios que deben adquirir. La historia contada por mi padre no es más que un reflejo palpable de una verdad económica: el dinero en efectivo, si no se invierte sabiamente, tiende a devaluarse con el tiempo. Los billetes encontrados en el colchón del anciano habían perdido todo su valor nominal y real, un claro testimonio del efecto corrosivo de la inflación, que actúa silenciosamente como un ladrón en la noche, erosionando el valor de los ahorros guardados bajo el colchón o en cuentas bancarias que no generan intereses significativos.
En periodos inflacionarios sufrimos una fuerza despiadada contra la acumulación estática de efectivo. En economías donde las tasas de inflación son elevadas, como ha sido el caso de muchos países latinoamericanos a lo largo de las décadas, mantener dinero en efectivo equivale a ver evaporarse el valor de ese dinero. Por ejemplo, la tasa de inflación en Colombia en el año 2022 alcanzó un 10,2%, una cifra que debería alarmar a cualquier conservador de efectivo. Ningún banco o CDT reconoció para dicho periodo una suma superior a la inflación. En términos prácticos, esto significa que, si alguien guardó 100 pesos en 2021,  necesitaría 110,2 pesos en 2022 para comprar los mismos bienes y servicios que podía adquirir el año anterior.
En Estados Unidos, aunque la inflación ha sido históricamente más baja en comparación con Latinoamérica, no ha sido inmune a este fenómeno. La inflación ha tenido picos significativos que han reducido drásticamente el poder adquisitivo del dólar. Datos históricos muestran que desde 1913 hasta 2023 la inflación acumulada ha sido de casi 2.983%. Esto significa que algo que costaba 100 dólares en 1913 costaría hoy más de 3.000 dólares, evidenciando una pérdida significativa de poder adquisitivo del dólar a lo largo del tiempo.
Los casos de Venezuela y Argentina ofrecen ejemplos claros y dramáticos del impacto devastador de la inflación en el poder adquisitivo del efectivo. En Venezuela, la situación ha alcanzado niveles de hiperinflación desde 2016, con tasas que han superado el millón por ciento anual, llevando a una pérdida casi total del valor del bolívar y forzando a la población a depender de monedas extranjeras como el dólar estadounidense para transacciones diarias. Por su parte, Argentina también ha lidiado con altas tasas de inflación, frecuentemente oscilando en dos dígitos anuales, lo que ha erosionado constantemente el valor del peso argentino y ha minado la capacidad de ahorro y consumo de sus ciudadanos.
Esta dinámica económica nos lleva a una conclusión inevitable: el dinero en efectivo, cuando se almacena a tasas inferiores a la inflación, se convierte en una opción financiera pobre. La historia del anciano y su fortuna inutilizable no es solo una lección sobre los peligros de la avaricia, es también un recordatorio de la importancia de la inversión inteligente y la gestión activa del dinero. En una economía donde la inflación erosiona constantemente el valor del papel moneda, el efectivo guardado inactivamente no solo deja de ser un activo, sino que se convierte, inexorablemente, en basura.