El civismo, considerado por algunos como un ingenuo sistema de superación social, basado en la acción solidaria de los miembros de una comunidad, merece estimularse e implantarse de nuevo en aquellos lugares donde se desvaneció la gestión comunitaria, por desidia o por acción de la politiquería. Superar el deterioro de bienes que son patrimonio de todas las personas que integran un conglomerado humano, comenzando por el barrio, la aldea y el municipio, para trascender a las grandes ciudades, es una benévola gestión, multiforme y embellecedora, responsabilidad de los dueños naturales. Es regresar la gente al orgullo de superarse por gestión comunitaria, en actividades que crean solidaridad, unidad de propósitos y sentido de pertenencia.
Una historia sintetiza y exalta la idea. Un caballero oriundo de Armenia, don Jhon Vélez Uribe, se fue a vivir a Bogotá y adquirió una casa en la calle 85 sobre la Autopista Norte. Frente a su residencia había un amplio separador de la vía principal, con césped escaso y descuidado. Don Jhon, aficionado a la jardinería, se dio a la tarea de sembrar matas de flor y arbustos en ese espacio, en una tarea solitaria de mano propia, para su solaz y satisfacción, como quien ora en silencio. Cuando comenzaron a brotar y crecer las plantas y las flores mostraron sus galas multicolores. Los vecinos, después de admirar y agradecer al caballero quindiano su gestión, algunos se unieron a la causa, pidieron asistencia del jardinero, se arremangaron las camisas y así comenzó una tarea que dio sus frutos con un maravilloso jardín en lo que antes era un desabrido peladero. 
En un momento difícil de ubicar con exactitud, ese estilo de superación social se fue diluyendo hasta casi desaparecer. “Costumbres tan distintas y edades diferentes”, como dijo el poeta L.C. González en célebre soneto, han impuesto nuevos estilos en la conducta de las comunidades, que crecieron mientras se desordenaban,  impulsadas por la premura; los gobernantes cambiaron sus objetivos presionados por la necesidad de arbitrar recursos para financiar campañas “democráticas”; y una vez elegidos, con un mandato de término fijo en la mano, sin la amenaza de ser cambiados por autoridad superior por ineptos, se entregaron a disfrutar las mieles del poder (y de los presupuestos).
A las comunidades marginadas, alcaldes y gobernadores las han endulzado con bicocas y se desentendieron de convocar la realización de obras con aportes comunitarios de materiales y mano de obra. Las élites sociales cargan con el estigma de causantes de la pobreza, lo que las marginó de las que fueron alianzas benéficas de interés general. Así las cosas, se deterioraron los entornos urbanos, mientras las comunidades rezongaban y los mandatarios difundían noticias falsas sobre las excelencias de sus gestiones.  
En la rueda de la historia, los hechos suben y bajan. Los pueblos deben reaccionar retomando mingas y convites para sustituir la ineficiencia oficial. Ellos, al fin y al cabo, son los dolientes.