Son justificables las mentiras piadosas, con las que se les oculta a los enfermos la verdadera gravedad de sus dolencias, para mitigar la angustia ante lo inevitable; y a los ancianos la trascendencia de accidentes que sufren familiares cercanos, para no alterar su tranquilidad. En épocas críticas (como la actual), cuando las mentiras oficiales campean, sin que sus autores, altos funcionarios del Estado, se tomen el trabajo de disimularlas, se mitigan rabias y pesares trayendo a cuento anécdotas de personajes que ganaron fama de mentirosos, sin que sus fantasiosas historias afectaran a nadie. Allegados y contertulios las celebraban, porque conocían que los graciosos mentirosos eran sanos e ingenuos, más que perversos.
En Armenia vivió un caballero, cafetero y comerciante, don Alejandro Álvarez, reconocido mentiroso, cuyas historias se celebraban con alborozo. Contaba el buen señor que pasaba unas vacaciones escolares en la finca de un tío, quien había sembrado un maizal, cuyas primeras mazorcas estaban amenazadas por loras que se asentaban todas las tardes en las ramas de un frondoso písamo que había en mitad del cultivo. Ante las quejas del tío, Alejandro se ofreció a solucionar el problema, para lo cual le encargó al lechero que le trajera del pueblo una caneca de brea y una brocha. Con ellas se subió al árbol, de rama en rama, untando la brea. Cuando por la tarde llegaron las loras, al asentarse en las ramas quedaron pegadas y entonces el muchacho se ubicó debajo del písamo, hizo un tiro con una escopeta y “se volaron las loras y se llevaron el písamo”, decía ufano.
En esa misma finca, en otras vacaciones, estaba Alejandro sentado leyendo, con los pies puestos sobre una chambrana, y el tío le dijo: -Deje de hacer pereza y vaya a traer leña para la cocina, que ya casi se acaba. Angarille el buey, baje al monte y traiga bastante. Perezosamente se levantó el muchacho, cogió el animal y en el monte cortó un frondoso árbol que partió en dos grandes trozas que amarró en la angarilla, tan pesadas que el buey difícilmente andaba con ellas, mientras el muchacho le chuzaba las ancas con la punta de una peinilla. Cuando llegaron al patio de la casa, el buey cayó fundido. Entonces Alejandro desató las robustas trozas del árbol cortado, las tiró a un lado, y le dijo al tío: -Ahí le dejo leña y carne para seis meses. Yo me voy, porque vine a descansar y no a trabajar.
Y otra, para rematar: Don Alejandro compró uno de los primeros automóviles Volkswagen que llegaron al país a mediados del siglo XX, que entonces valían $3.600. Era el carro económico creado por los alemanes después de la segunda guerra mundial. Exagerando ante sus amigos las maravillas del vehículo, contaba que se había ido en él para Ibagué. Subiendo a La Línea, encontró un camión varado, a cuyo conductor le ofreció remolcarlo. El pequeño carro subía con dificultad arrastrando el camión, pese a la fuerza que tenía, según su dueño. Entonces revisó bien y tenía puesta la emergencia. Las mentiras de don Alejandro, distinto a las de la alta burocracia oficial, divertían y no le hacían daño a nadie.