Miguel Ángel es cubano, guía turístico e intérprete que vive hace más de 30 años en Gdansk, en el mar Báltico polaco, muy cerca del enclave ruso de Kaliningrado. En los 80, con 24 años, fue expulsado de la universidad, pues su perfil no era digno de las bondades de la Revolución. Aprovechó entonces un permiso que le dieron para salir de la isla, a comienzos de los 90, y se quedó en Polonia, a donde llegó por invitación de amigos. Pero el precio que ha pagado es muy alto. Nunca más pudo regresar, su madre es prácticamente la única familiar que le queda en Cuba y él está solo. A pesar del abrigo que le han brindado, a veces, cuando camina, se siente ‘ajeno’. Cuando lo conocí, percibí su calidez latina, ya muy bien aderezada por los rigores del exilio, pese a que no supe calibrar del todo la impresión. Fue entre el exotismo que a veces se cuela por las rendijas de la existencia y el drama humano del desarraigo, de la soledad.
Miguel Ángel es víctima del comunismo y del imperialismo rusos, sin los cuales Cuba sería libre. Pero su aflicción es infinitesimal, de lejos, comparada con la tragedia que ha sufrido su país de acogida, Polonia. Son raíces no siempre visibles, aunque ayudan a explicar el marcado liderazgo de Polonia en la guerra, uno de los países que más apoyo humanitario, militar y financiero ha brindado a Ucrania. Ayudan también a dilucidar la decisión con que respondería si a Putin y al presidente bielorruso, Alexander Lukashenko, se les ocurre provocar a Polonia con los mercenarios de Wagner.
Seguramente las amenazas no son más que retórica para distraer la atención del debilitamiento interno de Putin, o a influir las elecciones parlamentarias polacas de octubre o noviembre próximo, o jugar un juego a varias bandas para mostrar que tiene opciones y amigos como China, Corea del Norte y algunos líderes africanos.
Tampoco los polacos están pensando en serio en un nuevo frente de guerra en su territorio, pero una sola chispa podría incendiar la pradera con tantos agravios acumulados. Los rusos fueron los principales protagonistas de la masacre a sangre fría y el descuartizamiento total del Estado polaco en 1773, 1793 y 1795, sin precedentes en la Europa moderna. Además, después de haber recobrado su independencia y ser supuestamente una de las vencedoras, Polonia terminó como perdedora por partida doble y víctima de los repartos post Segunda Guerra Mundial.
El realismo político de la conferencia de Yalta de febrero de 1945 permitió que el totalitarismo comunista de la Unión Soviética subyugara a Polonia, a Europa Central y a buena parte del mundo, como magistralmente lo describiera Milan Kundera. Yalta fue también lo que el papa Juan Pablo II definió como una catástrofe moral.
Y no es que los polacos no sean un pueblo guerrero. De hecho, derrotaron a los rusos en la batalla del Vístula en agosto de 1920, lo que deshizo las esperanzas de la primera revolución socialista europea, pero han tenido que actuar como parachoques de las ambiciones imperiales pruso/alemanas, rusas y austrohúngaras.
Lo curioso es que la atención y la condena mundial haya ocurrido por los crímenes cometidos por Alemania en la Segunda Guerra Mundial, que la inició con su invasión precisamente a Polonia el 1 de septiembre de 1939, pero no se haya condenado los crímenes de genocidio cometidos por los soviéticos, como la masacre de Katyn. Allí ejecutaron unos 22.000 prisioneros de guerra polacos entre abril y mayo de 1940.
Como dice Timothy Snyder, en su libro “Tierras de Sangre”, que, aunque las fuerzas estadounidenses y británicas no alcanzaron ninguna de las ‘tierras de sangre’ y no vieron ninguno de los centros de exterminio principales soviéticos, de los 14 millones de civiles y prisioneros de guerra muertos, entre 1933 a 1945, un tercio lo fue a manos de los soviéticos.
Razones suficientes para que la agresión a Ucrania sea considerada un regreso al expansionismo ruso que amenaza la seguridad de Polonia. Claro, el país ha asimilado las lecciones del pasado y hoy, además de ferviente propulsor de la integración europea, sabe que podría jugar un papel motor del fortalecimiento de Europa Central y de la futura Ucrania. Parte de su reflexión histórica ha sido esa, como los planes geopolíticos del héroe nacional Jósef Pilsudski a comienzos del siglo XX. Abogaba por una federación Intermarium o “entre mares”, para unir los países de Europa Central y Oriental desde el mar Báltico hasta el Mediterráneo y por la creación de un Estado ucraniano independiente.
Un futuro promisorio que depende de cómo termine la guerra en Ucrania, pero que podría significar un nuevo orden mundial y la implosión del autoritarismo ruso y de varios de sus patrocinados. Un escenario ansiado por los polacos, pero también por millones de Migueles Ángeles que podrían retornar a sus raíces con libertad y visitar a sus ancianas madres.