Las relativas rápidas victorias en Járkov y Jersón, en septiembre y noviembre de 2022, y la amplia expectativa por la reciente contraofensiva ucraniana han generado ansiedad e impaciencia en el difícil equilibrio de una operación militar que requiere de tiempo para consolidarse y la necesidad de propinar golpes contundentes a Rusia.
Un resultado que, de ser limitado a corto plazo, podría conducir a una reducción de la asistencia militar de Occidente y la mayor resonancia de los planes de paz prorrusos de China, Sudáfrica y Brasil.
Por ello, aunque Ucrania comienza a tener lentos avances en su contraofensiva en el sur, en la región Zaporizhia, resulta necesario tener claro que la apuesta estratégica de la guerra no es solo por su integridad territorial y, menos, la recuperación de unos cientos de kilómetros. Es por lo que debe significar: la libertad sin ambages del pueblo ucraniano de escoger su futuro, la emancipación del yugo ruso que soportó durante siglos y de la arrogancia militarista de una sociedad obsesionada por conservarse como gran potencia a costa de sus vecinos, como bien lo recoge Paul Kennedy, en su libro “Auge y caída de las grandes potencias”. Un yugo que ocasionó a Ucrania las hambrunas de 1932-1933 y 1946-1947, con las que Stalin quería convertirla en una “ejemplar república soviética”; que provocó millones de ejecuciones y exilios y hasta la proscripción durante décadas de su lengua nacional en su propio territorio.
De haber encontrado un triunfo fácil en Ucrania, sin duda que Rusia fuera una consecuente amenaza para Polonia, los estados bálticos, Rumania, Moldavia y otros países, como ya fue durante décadas la tragedia de Europa Central que brillantemente describió Milán Kundera. O hubiera alentado a otras naciones a lanzar ataques similares contra sus vecinos más débiles.
Es por ello por lo que la apuesta de largo plazo debe llevar a Occidente a sostener el apoyo a Ucrania hasta cuando se asegure la derrota rusa.
En primer lugar, porque en una guerra prolongada, la victoria ha correspondido a quien tiene la base productiva más fuerte. Además, nunca Occidente había estado tan unido en una guerra, con el PIB más elevado de la historia y con la tecnología más avanzada. Los países de la OTAN tienen el 45 por ciento del PIB mundial frente al 3 por ciento de Rusia, lo que hace posible un esfuerzo sostenido en la provisión del armamento, aun y si la guerra tomara varios años.
En segundo lugar, una guerra duradera empeoraría el ya grave declive poblacional de Rusia. Un país que contaba con 159 millones de habitantes en 1910 y en la actualidad no sobrepasa los 144 millones, con una falta crónica de talento por el envejecimiento y la emigración de profesionales e incluso altas tasas de mortalidad por alcoholismo.
Como tercer factor, las sanciones internacionales deberían afectar su capacidad tecnológica militar a mediano y largo plazo, en especial al depender en cierta medida de la importación de componentes y tecnología extranjera, razón de más para que las sanciones se intensifiquen.
Como cuarto elemento, tal vez no sea prudente esperar ganancias territoriales muy rápidas, máxime si Rusia conserva un poder aéreo superior y tuvo 7 meses para levantar las fortificaciones defensivas más extensas de Europa desde la Segunda Guerra Mundial.
Adicionalmente, aunque Rusia ha perdido guerras, como la de Japón de 1905 o con Polonia en 1920, lo mismo que en Afganistán en 1989 (Unión Soviética), su militarismo podría responder al hecho de que sus derrotas no han sido tan rotundas que la obligaran a revisar la doctrina frente a sus vecinos. Una circunstancia que implica descartar cualquier cese de hostilidades que solo le darían tiempo para prepararse para una futura mayor invasión, como en Chechenia en 1999.
Un contexto en el que la única opción para Occidente es la derrota de Rusia, así implique una contraofensiva sostenida o una guerra de años.