En sus épocas juveniles y en nombre de los pobres, Gustavo Petro intentaba tumbar gobiernos con su movimiento guerrillero. Luego, como Senador, escudado en los más desfavorecidos, también ‘jugaba’ a la desestabilización del gobierno de Iván Duque en las feroces protestas de 2021. Por entonces recomendaba la organización de comités de defensa barrial y escenarios para “acumular fuerzas para lo que seguía”.
Pero como la política es dinámica, el ahora presidente colombiano corre el riesgo de repetir la historia de su amigo, el destituido expresidente peruano Pedro Castillo. No por alguna conspiración, sino por errático, el empobrecimiento y la ingobernabilidad que se cierne sobre el país.
Si bien la formal democracia colombiana es una de las más estables de América Latina, el mandato de Petro es el de peor comienzo en su historia contemporánea. Ni siquiera Ernesto Samper, que lo dejó en bancarrota, o Andrés Pastrana, de quienes se llegó a especular que podrían no terminar sus periodos.
Adicionalmente, sus propuestas son las de un fundamentalista falto de sentido práctico, que desdeña del lucro y el capitalismo. Como los islamistas más radicales, según lo describiera el historiador Daniel Pipes, que tiraban los televisores a los ríos y rehusaban el motor de combustión interna. El fanatismo de Petro se mide al decir que el carbón y el petróleo son más peligrosos que la cocaína, o que las autopistas son un despilfarro que “solo sirven para importar productos” que matan la industria nacional en beneficio de “los dueños del gran capital”.
Hasta propuso cortar de tajo la exploración petrolera y la gran minería a cielo abierto, para un país que es precisamente de lo poquísimo que exporta. Ni Evo Morales en Bolivia se atrevió a tanto. Y eso que nacionalizó los hidrocarburos, cuyas adversas consecuencias de mediano plazo ponen al país en riesgo de una fuerte devaluación y la vuelta al ciclo de mayor pobreza.
Un espejo de lo que se aproxima para Colombia, pues, además de políticas suicidas, los hidrocarburos caen de precio, mientras el cobre que producen Chile o Perú se mantiene alto.
Pero como su causa no es otra que la ideológica, la del socialismo estatizante, eso es lo que recogen sus propuestas de reforma a la salud, laboral y pensional que han causado gran desconcierto y arriesgan su rechazo legislativo.
He allí una tercera gran diferencia. Sus mayorías parlamentarias son exiguas, con un Congreso más fragmentado que el de los años 90, con fuerzas políticas sin afinidad ideológica que comienzan a mostrar voluntad opositora.
Claro que las perplejidades son inagotables. Desde un gabinete ministerial con radicales activistas o un gobierno que dice promover el turismo y diversificar exportaciones, pero con cero resultados. Un presidente de profusa inventiva que propone trenes elevados majestuosos, donde no hay ni siquiera carreteras, o redes eléctricas entre la Patagonia y Alaska; que promueve la legalización de las drogas, pero que se indigna cuando el Fiscal general le pone el dedo en la llaga.
Su propuesta de ‘paz total’ no avanza y no tiene cómo. Sencillamente desconoce al narcotráfico como el propulsor de la gran criminalidad en Colombia -y si no pregunten en Ecuador-, mientras los grupos armados ilegales se fortalecen y se agrava la pérdida de control territorial, lo que generará mayor violencia. Por si fuera poco, el círculo familiar del presidente aprovecha su cercanía con el poder para corromper u obtener dádivas.
Cabría preguntarse entonces, ¿es preocupante o no la pérdida acelerada de gobernabilidad? o ¿qué secuelas podría tener?
No es fácil una respuesta breve, pero es difícil imaginar a las élites colombianas dedicadas a sostener un presidente disminuido que las ha desafiado durante décadas con planteamientos equivocados de vetusto manual socialista. Como también es difícil pensar que no tenga consecuencias el desconcierto, el empobrecimiento del país y promesas que terminan en agua de borrajas, como otorgar medio salario mínimo a 3 millones de mayores pobres no pensionados.