En agosto de 2001, se celebraba la Cumbre del Grupo de Río en Santiago de Chile. Los presidentes estaban preocupados por el posible impago de la deuda pública argentina y sus impactos en la reducción del comercio con los países de la región, el contagio financiero o la inestabilidad. Le pidieron entonces al presidente chileno, Ricardo Lagos, que hablara con el mandatario estadounidense, George Bush, para buscar su ayuda.
Al día siguiente, y después de preguntarle si actuaba a nombre de América Latina, el presidente Bush avaló un préstamo a Argentina. La gestión de Lagos fue muy significativa, aunque no impidió que solo cuatro meses después estallara la crisis con sus devastadores efectos.
Pero como la historia tiende a repetirse, Argentina es de nuevo un avión en vuelo con una bomba de relojería en su interior. No solo es la ya permanente crónica del país austral, sino la reproducción de una película que el continente ha visto en numerosas ocasiones, como la que precedió la de comienzos de los años 80. Y es que después de absorber los excesos de liquidez de los países exportadores de petróleo, en calidad prestamos, se desencadenó un ciclo de endeudamiento que, con la consiguiente inflación y aumento de los tipos de interés en la era Volcker en Estados Unidos, provocó que los pagos de la deuda se hicieran insostenibles. Lo que prosiguió es la bien conocida Década perdida de América Latina.
Un continente que, con la honrosa reciente excepción de México, depende de la exportación de materias primas, con poca complementariedad entre sus economías, por ende, escaso comercio intrarregional y muy vulnerable a los choques externos. Muy expuesto, por tanto, a las hondonadas de los ciclos económicos como a cualquier fenómeno súbito, llámese desplome inmobiliario, corrida bursátil o conflicto internacional.
El contexto económico global es todavía más favorable que el de comienzos de los 80 o el del filo del nuevo siglo y debería permitir un margen de maniobrabilidad. Sin embargo, los riesgos internacionales también son latentes y las condiciones internas del país se han agravado, al punto de que pocos dudan de que habrá una inevitable cuantiosa devaluación.
A la espiral inflacionaria argentina, que podría superar el 120% en el corto plazo, se suman la moderación de los precios de las materias primas, la sequía, condiciones financieras mundiales más restrictivas y presiones inflacionarias subyacentes persistentes, así como las recientes turbulencias internacionales del sector financiero. El mismo Fondo Monetario Internacional acaba de actualizar las perspectivas económicas a la baja para América Latina, con un exiguo crecimiento de 1,6% del PIB en 2023, y el mundial de 2,8%.
Ahora bien, por supuesto que la Casa Blanca no quiere que Argentina explote, pero las alarmas también suenan por el lado de los altos niveles de endeudamiento. Si en 2001 la deuda argentina representaba el 53,8% del PIB, en 2023 es cercana a 85%. En general, y aunque para el continente ha cedido desde máximos históricos del año 2020, nunca se había visto un nivel de endeudamiento tan elevado en tiempos de paz. De las pocas excepciones están los casos de Chile y Perú, este último también por su desempeño macroeconómico.
Así las cosas, Argentina se ha venido quedando sin bazas. Hasta el presidente brasileño Lula da Silva prometió que iba a hablar con el FMI para que “quite el cuchillo del cuello de Argentina”, pero su amigo, el presidente Alberto Fernández, regresó de Brasilia con las manos vacías.
Precisamente, solo el vituperado FMI puede evitar el abismo, al menos en el corto plazo. Claro que la confianza es baja y el organismo financiero internacional arriesga a perder credibilidad por la benevolencia con que trata a Argentina desde el acuerdo de 2018, sin que se evidencie suficiente voluntad de cumplir de su contraparte. Es que es imposible saber qué pesa más en el interés del peronismo: si resolver la crisis o retener el poder.