Sin la elocuencia de otras intervenciones, el presidente Petro les habló a miles de personas que llenaron la Plaza de Bolívar de Bogotá el miércoles pasado. Su discurso se centró de nuevo en la convocatoria a un gran acuerdo nacional. En esta ocasión fue más explicito al señalar tres temas específicos sobre los cuales giraría el acuerdo: la verdad, la tierra y la educación. Todo con el telón de fondo de la paz total.
Reiteró, usando proclamas repetidas y frases muy hechas, la urgencia de aprobar las reformas a la salud, las pensiones y el trabajo; anunció, además la iniciativa de proponer un cambio al régimen de los servicios públicos. Puso a depender el éxito de estas propuestas de la movilización popular. 
Aunque algún dirigente sindical desmesurado habló de sacar a la calle 1 millón de personas, los cálculos más reiterados hablan de 55.000 marchantes en 100 ciudades de Colombia. 
A finales de los 90 del siglo pasado las multitudinarias manifestaciones de estudiantes, hicieron inevitable el proceso reformatorio de la Constitución de 1886; y en el 2008 las expresiones de millones de colombianos en la calle contra las FARC, allanaron el camino, primero para la deslegitimación política de esa guerrilla, y luego para abrir las ventanas de una eventual negociación de paz.
En ambos casos contaron con el beneplácito y el apoyo de los gobiernos de Gaviria y Uribe, pero no fueron convocadas ni financiadas por ellos. 
Estas del miércoles sí fueron convocadas y soportadas por el Gobierno; su propósito, primero, fue presionar al Congreso para que apruebe las propuestas de reforma que han sido puestas a su consideración, y segundo, llamar a la sociedad toda para que atienda la necesidad de llegar a un gran acuerdo nacional.
Sobre las reformas, es cierto que van lento. Tal lentitud sin embargo no es fruto de una actitud obstruccionista del Congreso. Es más bien la consecuencia de la incapacidad del Gobierno para entablar diálogos institucionales que le garanticen gobernabilidad. El Gobierno se equivocó consiguiendo en un comienzo unas mayorías parlamentarias artificiales que apenas sí le alcanzaron para hacer aprobar, sin mayores tortuosidades, la reforma tributaria, el Tratado de Escazú, y los elementos básicos de la paz total. 
Rota esa coalición como se tenía que romper, no se han encontrado todavía canales idóneos de comunicación con el Ejecutivo para enderezar el rumbo; hay claro consenso en torno a la necesidad de reformar aspectos básicos de nuestra realidad social. Solo que esos cambios tienen que ser fruto del diálogo entre todas las fuerzas políticas y sociales del país. 
Lo novedoso de la intervención del Presidente estuvo en el señalamiento de los tres temas que considera referentes para el gran acuerdo nacional: la verdad, la tierra y la educación. Son, claro, asuntos necesarios en ese propósito, pero no son suficientes; hay también que reformar la política, origen de casi todos nuestros males y cambiar las relaciones del Estado con sus entidades territoriales y acabar con el hostigante centralismo.
La verdad jurídica y la verdad histórica, ya tienen dolientes: la Comisión de la Verdad y la Jurisdicción Especial para la Paz; el problema de la tierra, espera administración e iniciativa: administración porque el Gobierno ha sido lento en la  ejecución de políticas ya claramente definidas en normas legales, e iniciativa porque  sigue el Congreso esperando la propuesta de reforma agraria integral ya perfilada en el Plan Nacional de Desarrollo; sobre la educación, nos quedamos en el debate constitucional sobre si es un derecho fundamental o no,  y todavía no hay verdaderas propuestas de reforma.  
Visto este panorama general, lo cierto es que las marchas de esta semana nada van a cambiar si el Gobierno no cambia; si no hay un claro proyecto de gestión que asegure la eficiencia de la administración, si no hay claridad en torno a cómo se logra y con quiénes el gran acuerdo nacional, si no hay espíritu de diálogo amplio y abierto, sobran las marchas. Ojalá que ellas no sean el parapeto  que oculte  la incapacidad de Gustavo Petro  para  gobernar.