Cientos de miles de manifestantes recorrieron lentamente los grandes bulevares situados al norte de París, encabezados por los líderes sindicales unidos desde hace meses contra la reforma de las jubilaciones del gobierno del presidente Emmanuel Macron, joven ex banquero, miembro de gabinetes internacionales de análisis y lobbys de poder, aunque también filósofo y amante de la literatura, que antes de llegar al Palacio del Elíseo nunca se había presentado a puestos de elección popular.
Cuando se acercaban al barrio donde se encuentran la Opera Garnier, el Museo Grevin, el antiguo cine art-deco Rex y el Palacio de la Bolsa, construido por Napoleón, empezaron los primeros enfrentamientos entre la policía y grupos de jóvenes activistas.
La larga marcha se daba este jueves a comienzos de la primavera y parecía un gran e inédito carnaval de la alegría y la esperanza insumisa iluminada por la aparición en el escenario de las nuevas generaciones nacidas a comienzos de siglo XXI, unidas a trabajadores, sindicalistas, viejos jubilados, inmigrados, desempleados.
Poco a poco el ambiente se calentó y empezaron los disturbios e incendios en toda la zona, que llegaron a registrar una violencia excepcional horas más tarde, como si las declaraciones arrogantes del presidente el día anterior a mediodía hubieran sido el aceite que atiza la llama.
A diferencia de los viejos políticos de la Quinta República que tuvieron largas y agitadas carreras políticas en las que intentaron muchas veces llegar al poder y vivieron largos periodos de travesía de desierto, Macron saltó en 2017 en una coyuntura especial y logró llegar al Elíseo en una campaña relámpago a los 39 años de edad. Todo parecía sonreírle al geniecillo tecnócrata de las finanzas, un Mozart del establecimiento bancario que había traicionado meses antes a su mentor el presidente socialista François Hollande.
El general Charles de Gaulle, Georges Pompidou, François Mitterrrand y Jacques Chirac, entre otros, sabían conectar con la población y lograban superar fuertes crisis cediendo, mientras que Macron y sus ministros se han caracterizado por su arrogancia de tecnócratas y la voluntad de imponer sus proyectos a toda costa, acallando con frecuencia al parlamento con artículos mordaza y refiriéndose a los trabajadores con palabras a veces hirientes y descomedidas.
Macron tuvo gran suerte pues la pandemia del Covid lo salvó de una rebelión violentísima y profunda que se registraba en todo el país con los llamados Chalecos amarillos, animada por los franceses blancos y pobres de las ciudades y pueblos de provincia o el campo, que durante meses tuvieron al país en vilo, bloqueando carreteras y atacando lugares simbólicos del poder. Un día obligaron a Macron a escapar del Elíseo en helicóptero y a varios ministros a huir por la puerta de atrás de sus palacetes.
El toque de queda y los largos confinamientos pararon de súbito esa rebelión que permaneció lantente y ahora aparece aun con más fuerza con nuevos actores de la sociedad y decididos protagonistas como los jóvenes. La inyección de subsidios e indemnizaciones para los perjudicados por los confinamientos logró por un momento hacer olvidar la saga de los Chalecos amarillos.
Pero Macron, apodado Júpiter, ha vuelto a incendiar la pradera con una serie de graves errores políticos registrados desde enero al querer pasar a la fuerza la reforma de pensiones. Ante la sorpresa general, impidió la votación de la ley en el Parlamento cuando supo que ya no tenía mayoría, lo que fue considerado una burla para  los legisladores elegidos por la población.
Esa medida enfureció a la mayoría de la población francesa, que tiene de por sí un largo historial de rebeliones, la mayor de todas la que guillotinó a Luis XVI y su esposa la reina Maria Antonieta y terminó para siempre con la dinastía de los borbones y la nobleza del Antiguo Régimen.
Este fin de semana Macron pensaba recibir con toda la pompa al rey Carlos III de Inglaterra en su primera visita al exterior desde su llegada a la corona, con grandes actos, entre ellos una cena en el Castillo de Versalles construido por el rey Luis XIV y un paseo solemne por los Campos Elíseos.
Pero ante la gravedad del conflicto social y la perspectiva de nuevas movilizaciones, Macron, caracterizado por los opositores como un reyezuelo, se vio obligado a pedirle al monarca británico no venir, causando las burlas e hilaridad de sus malquerientes. Era inimaginable ese banquete entre dos “monarcas” poco populares en plena crisis política y con la población alzada y muy probablemente Carlos III y la muy odiada Camila Parker Bowles habrían pasado malos momentos en París y Versalles. Macron tendrá ahora que reaccionar y ceder o de lo contrario esta primavera se augura muy caliente para él, como lo fue la de mayo de 1968, que a la larga hizo caer al general De Gaulle en 1969 tras el fracaso de un referendo.