En caso de incendio, no corra. En caso de sismo, conserve la calma. Si la cabina se despresuriza, póngase primero la mascarilla, respire, y luego ayude a los demás. No grite. No empuje. Procure tranquilizar a quienes estén cerca. No queme las naves. Si ventea fuerte, recoja las velas. Si hay prisa, vísteme despacio.

Estas cosas las aprendemos para afrontar el desastre. Las retomé hace poco junto a alguien con quien tengo más de amistad que de consensos. Ella me contó los miedos que le despierta el Gobierno nacional. Incluso me dijo que sentía, por primera vez, que había aprendido a temer. Yo intentaba ofrecerle algo de serenidad, más por verle roto su optimismo de siempre. Entonces recordamos que de niños nos enseñan eso: que, ante el desastre, la estampida siempre puede ser peor.

Es curioso, porque en la conversación no llegamos a discutir las reformas del Gobierno ni los delirios del presidente, sino que juntos recordamos los espacios, momentos, personas e instituciones que nos ayudan a mantenernos cerca. Las mismas que nos permiten acordar, pero también aclarar por qué estamos en desacuerdo. Que nos dejan compartir los miedos y sueños con otros, sin el riesgo de ser excluidos por dejarlos en evidencia pero sin la garantía de convencer a los demás.

Al final, en el ambiente de la despedida quedó la idea de que, para estos días, el camino es la serenidad y la amistad. Que no se trata de inacción ni consenso, pero sí es el exacto contrario a la agitación y la pugna - que parece ser la invitación del momento en que se publica esta columna, en medio de las marchas de cada mitad del país-.

En su libro ‘Democracia: amistad y pugna’  (Gedisa) (https://shorturl.at/alO06), la profesora Jane Mansbridge dice que en todas las democracias existe una tensión. La de unos ciudadanos “que ansían los intereses comunes de la amistad”, que se construyen con mecanismos como la negociación. Y la de otros que “se entusiasman con la emoción de la lucha”, que llegan a usar medios catastróficos como la guerra.

Algunos agitan la catástrofe, como los políticos que ganan likes y votos en redes sociales que explotan la indignación. Algunos escalan el desastre desde la sociedad civil y el sector privado, haciendo que el pesimismo evolucione a un cinismo del “se los dije”, “se los advertí”, que convierte las malas noticias en desconfianza y desprecio por el otro, en sospecha y conspiración permanente. A otros, entonces, nos toca volver a dibujar los espacios de serenidad y amistad, que la hostilidad nos va borrando de la memoria.

Mansbridge resalta que en una democracia es tan importante proporcionar parlamentos y concejos, para la confrontación, como promover “instituciones unitarias” (de cautela y amistad) que tiendan a que los intereses ya comunes no sean arrastrados por la pugna. Nuestra comunidad cuenta con esas instituciones y hay que defenderlas. Acá cualquier foro o “conversa” puede terminar como respuesta contra la pugna. También las juntas o consejos directivos de las empresas u organizaciones, las asambleas, las cooperativas, los sindicatos, las facultades, los colectivos, las mingas. A ellos solemos llegar por redes de confianza que nos invitan y, al final, nos encontramos caras conocidas, o conocidas de las conocidas, con quienes se pueden construir intereses comunes en conversaciones difíciles, en el tema, pero fáciles, en el trato.

Son espacios para cuidar en su serenidad y amistad. A ellos algunos también llegamos representando gente y organizaciones que han depositado confianza en nuestro hacer y decir. Confianzas institucionales, construidas por décadas, que no podemos luego dejar rotas en nombre de una guerra que una vez tuvimos que dar.

Nos cuesta más llevar a la acción los acuerdos que el acuerdo mismo. Es posible que siga siendo así y por eso desconocemos a veces estos espacios. Pero hoy, en medio de esta sensación con el país, quizás sea momento de recordar que esa facilidad para acordar y desacordar en la “amistad cívica” - que dice Mansbridge-, sí puede ser hoy un modo de poner a salvo nuestra forma de gobernarnos.

En estos viejos espacios aprendimos a no renunciar al pesimismo, pero sin llegar al cinismo, al desastre y al caos. Aprendimos a no estar de acuerdo, sabiendo al menos por qué no lo estamos. Aprendimos que sin ser cercanos o parecidos, se puede celebrar el encuentro. Aprendimos que aún sin poder evitar el incendio, nos advertimos que lo primero es no correr.