Hasta donde la memoria alcanza, jamás se había visto una crisis como la que vive hoy el fútbol profesional colombiano. Hubo otras, como el éxodo de 1954 a consecuencia del Pacto de Lima, que sacó de la ilegalidad la liga nacional a cambio de devolver a sus clubes de origen las grandes figuras extranjeras. O la intrusión de las mafias del narcotráfico en algunos equipos, que tocó fondo con el asesinato de un árbitro en 1989 y la consecuente suspensión del campeonato. La de hoy afecta a todos los involucrados. Para donde se mire, hay líos, sospechas, denuncias, corrupción y violencia, además de pésima calidad deportiva. Para empezar, en la entidad organizadora predominan las chambonadas, como si allá fuera delito hacer bien las cosas. Son tantas y frecuentes, que surgió el vocablo ‘dimayorada’ para anunciar el disparate del día.
El más grave, que una casa de apuestas patrocine el campeonato. Así esa empresa sea manejada con una transparencia que abominarían en El Vaticano, su sola figuración en cada partido pone en entredicho el honor deportivo del resultado y tiende mantos de sospecha sobre la supremacía de los triunfadores. Así su ética sea incuestionable, como hasta ahora parece serlo, inevitablemente estimula a apostadores clandestinos, sin barreras para obtener ganancias. Tal patrocinio despierta suspicacias en torno de la comisión que regula a los árbitros, y a cada uno de estos. Las protestas cuasi cotidianas, las decisiones inexplicables que inciden en los resultados, a pesar de las ayudas tecnológicas, debilitan más la credibilidad en una justicia que no cojea, pero rara vez llega. Máxime con árbitros que interpretan el reglamento con prepotente veleidad.
La situación en algunos equipos es aterradora. En algunos se confunde ser ricos con ser buenos. Otros están configurados para ‘hacer’ futbolistas y venderlos al extranjero, pues lo importante es ganar dinero, no partidos; menos, campeonatos. Abundan los dirigentes que ignoran todo acerca del fútbol, mercachifles salidos de la nada que juegan con las ilusiones de hinchadas cándidas, deslumbradas por eventuales victorias que ocultan la verdadera realidad de los objetos de sus amores deportivos. Amplios sectores de las hinchadas derivaron en versiones futboleras de las primeras líneas, que tanto admiran nuestros gobernantes. Son capaces de respaldar una divisa, se llaman a derecho de insultar, agredir o, incluso, asesinar a simpatizantes de otras. (Un respaldo a muerte). Como mínimo, ponen los alrededores de los estadios en estado de sitio antes de cada juego. Y aunque la mayoría de los equipos les regalan las boletas de entrada (los verdaderos aficionados pagan), se autodenominaron veedores, cogestores o condueños, para exigir entradas o salidas de directivos, técnicos o futbolistas, con alaridos, mítines y amenazas de muerte. Convirtieron el fútbol en un deporte de alto riesgo. La mayoría de los jugadores, epicentro de la barahúnda en que se convirtió el fútbol colombiano, dan grima. Carecen de aptitud para vivir de eso y de actitud para intentarlo: hacen lo posible por no jugar y lo imposible por cobrar. Se sobrevaloran, no tienen sentido de pertenencia y únicamente son leales a sí mismos, a los tatuajes, los cortes de cabello y el reguetón. A la primera señal se largan, sin importarles si es un espejismo, un engaño o un país subdesarrollado.
Si los gamberros ahuyentaron a los pacíficos de los estadios, el mercantilismo de la televisión privada impide a los pobres disfrutar del fútbol. No sólo hay que pagar para recibir la señal, sino, encimar dinero para ver los partidos. Rara vez se ha visto en Colombia tal consenso sobre algo. Lástima que sea para destruir. Si lo hubiera para construir, otro país tendríamos.