Podría escribir sobre el miedo que nos produce un diluvio como el de este miércoles, cuando llovió como con rabia, pero en días grises hace bien hablar del sol, así que les contaré un paseo que hice al Desierto de la Tatacoa, que hoy está a más de 30 grados (dato con cariño para quienes leen con frío entre las cobijas).
Fue un paseo en familia y por carretera, que es una de las formas más nítidas de la felicidad. Salimos sin madrugar y a partir de Calarcá la vía se tornó novedosa porque no conocía el Túnel de la Línea, aunque hablar del túnel es reducir la magnitud de la infraestructura que construyeron allí: en realidad son 20 túneles, cada uno con el nombre de un animal de la región, además de 18 viaductos que reducen de manera sensible el número de curvas y el riesgo de mareo hasta Ibagué.
Antes de entrar al Túnel de la Línea, de 8,52 km, una valla anuncia que es el más largo de Latinoamérica. Durará poco porque entre Santafé de Antioquia y Cañasgordas están construyendo el Túnel del Toyo, de 9,7 km, pero eso no le resta gracia: disfrutamos cronometrando el tiempo que toma cruzar el vientre de la montaña
(Como estamos de paseo no es momento para pensar en los sobrecostos, los retrasos o lo bien que quedarían al menos una cuarta parte de esos túneles y viaductos en la vía de Letras a Mariquita).
“Sufre mamón, devuélveme a mi chica, o te retorcerás entre polvos pica pica”. “Y creo que he bebido más de 40 cervezas hoy, y creo que tendré que expulsarlas fuera de mí”. Para sorpresa mía, mi hija de 10 años y mi sobrina de 11 arman un listado en Spotify para cantar en la carretera las canciones de Hombres G y los Toreros Muertos con el mismo entusiasmo con el que yo puedo cantar las de Leonardo Favio o Los Visconti: se trata de los clásicos de sus papás. En mi época del colegio estas letras eran pícaras porque hablaban de orinar o incluían la palabra marica, pero para ellas son cantos divertidos, que contrastan con los de Bad Bunny y Karol G., que también oímos y también se saben con sus letras explícitas. La música ofrece mejores evidencias que el espejo para sentir la velocidad a la que voy envejeciendo.
Detesto viajar sin parar, como si estuviéramos huyendo, porque comer es parte del paseo. Almorzamos lechona en Espinal, algunos toman avena en Castilla, hay pandebono y helados, y además vamos con la tienda ambulante que mi mamá empaca para todos los paseos. (Y vemos por la vía caminantes con talegos, que uno presume que son venezolanos, aunque quién sabe, y siempre hay gente que pide, ni siquiera plata sino comida, porque el hambre en este país es mucha y porque miles no pueden hacer un paseo como el nuestro. Los niños quieren alimentar a los perros callejeros y aparece la conciencia brutal de entender que salir de vacaciones es apagar la culpa durante un fin de semana porque si no el viaje se vuelve una pesadilla).
Después de Espinal el clima es cálido, con cultivos de arroz al pie de una carretera amplia y recta. Al sur mi papá nos muestra el cerro del Pacandé, que dejamos atrás para entrar al Huila. Hay dos rutas hasta Villavieja, el pueblo del Desierto de la Tatacoa: la primera consiste en ir hasta Neiva y devolverse al norte; la segunda ahorra una hora de viaje, pero exige atreverse a cruzar el Río Magdalena en un pequeño ferry al que se accede por una vía destapada y pésima desde Aipe. Cobran $20.000 por carro, $4.000 por moto y la experiencia es inolvidable.
Del Desierto de la Tatacoa hay fotos en Internet. Es terracota, exuberante y hermoso. Sin embargo, la mejor experiencia que ofrece es nocturna: en el Observatorio Astronómico Astrosur los telescopios nos permitieron ver a Saturno, Júpiter con sus lunas y numerosas constelaciones. Allí, mirando el firmamento, recuerda uno la inmensidad del universo, la pequeñez de nuestras miserias cotidianas y por qué no vale la pena escribir sobre el aguacero del miércoles.