Soy buena lectora, pero mala relectora. Desde hace 20 años tengo un blog que me sirve de diario de lectura, en el que anoto el sustrato que me deja cada libro y algunos subrayados. Olvido mucho de lo que leo, pero si necesito algo voy al blog y ahí suelo encontrar lo que quería revivir. Habiendo tanto por leer, desde clásicos hasta contemporáneos, acostumbro no invertir tiempo en libros ya leídos, salvo los poemarios.
Sin embargo hice una excepción: se cumplen 100 años de “La Vorágine”, obra que la Revista Arcadia eligió en 2014 como “la gran novela colombiana”, por encima de “Cien años de soledad” y “María”, y en 2019 ocupó el primer lugar en el sondeo sobre las 200 obras más importantes de la literatura colombiana, realizado por la UTP, la Feria del Libro de Manizales y La Patria.
Como tantos, yo también leí “La Vorágine” en el colegio y lo odié. Mi primera conclusión luego de releer la novela es que es un crimen leer por obligación este tipo de libros a una edad tan temprana, en la que no se tiene aún el contexto para comprender la complejidad y belleza de un texto magistral. Sospecho que cada vez que se obliga a un niño a hacer la tarea de leer para identificar personajes principales y secundarios se corre un alto riesgo de matar la pasión lectora para el resto de la vida, porque se convierte en lección lo que debería ser puro placer.
José Eustasio Rivera publicó “La Vorágine” hace un siglo, luego de recorrer parte de las zonas que narra, y esa geografía es el primer elemento que la hace tan vigente. El protagonista, Arturo Cova, dice al final del libro: “a esta pobre patria no la conocen sus propios hijos, ni siquiera sus geógrafos”, y habla con sarcasmo de un “mapa costoso, aparatoso, mentiroso y deficientísimo” elaborado en Bogotá. Esa crítica mordaz al centralismo que piensa el país desde oficinas bogotanas y desconoce lo que hay afuera, se construye en la novela con una amplitud que abarca desde Bogotá y Yopal, hasta Iquitos y Manaos, una cartografía de zonas desconocidas que equivalen a la mitad del territorio nacional y que se ignoran por mucho más de la mitad de la población. Rivera propone un viaje por nombres, ríos, llanos y selvas: río Curicuriarí, río Yurubaxí, río Negro, Guaracú, Yaguanarí, chorros de Atures y de Maipures, caños Mica y Rayao, río Inírida, río Guainía, río Isana, río Apaporis, río Taraiza y una cantidad de referentes que antes y hoy resultan imposibles de ubicar en el mapa para la mayoría de los lectores.
Un segundo elemento vigente es la lectura sobre la violencia, que se presenta desde la primera línea famosa: “Antes de que me hubiera apasionado por mujer alguna, jugué mi corazón al azar y me lo ganó la violencia”. “La Vorágine” incluye homicidios, torturas, secuestros, violaciones, golpes, latigazos, peleas, trampas, engaños, estafas y esclavitud. Hay muchos muertos y desaparecidos y hay también una permanente reflexión del autor sobre esta barbarie. El libro circuló seis años después del final de la Primera Guerra Mundial y en ese contexto es valioso que José Eustasio Rivera observe: “todo hombre armado está siempre a dos pasos de la tragedia”.
Otra veta es el rol de la mujer en esta obra adelantada. Arturo Cova se presenta como un hombre propio de su tiempo y de su clase: es racista, mujeriego y piensa que “la superioridad del macho debe imponérseles por la fuerza, en cambio de sumisión y de ternura”. Cova es, sobre todo en la primera parte del libro, un personaje detestable. No obstante, su figura contrasta con la fortaleza de las mujeres que lo rodean. Alicia, la Niña Griselda, Clarita y la madona Zoraida Ayram son todas, a su modo, mujeres libres, autónomas e indomables, que toman decisiones que incluso contrarían al protagonista.
“En esta sabana caben muchísimas sepulturas; el cuidado está en conseguir que otros hagan de muertos y nosotros de enterradores”, escribe Rivera. Por la lucidez y vigencia de frases como ésta vale la pena releer La Vorágine, ya no como tarea sino como descubrimiento.