Hay quienes juran que estamos en el peor Gobierno de la historia. Lo dice gente que vivió el Caguán de Pastrana, la siniestra oscuridad de Uribe y la frivolidad sin límites de Iván Duque. Eso para no hablar de las caballerizas de Turbay, ni de remotos períodos nefastos: a Laureano Gómez le decían “El Monstruo”, no propiamente por cariño, y Miguel Abadía Méndez sepultó 44 años de Hegemonía conservadora.
Gustavo Petro ganó en 2022 y yo sí valoro dos años sin falsos positivos, ni chuzadas, ni ministros de Defensa que se refieran a los niños reclutados como máquinas de guerra. Armó una gran terna para elegir fiscal, cuyo impacto vimos esta semana con el llamamiento a juicio (¡por fin!) del expresidente Uribe. Destaco la purga necesaria en las Fuerzas Armadas, la aprobación de la reforma tributaria más fuerte de los últimos tiempos, la reducción en la deforestación y el freno a la megaminería a cielo abierto en zonas de interés ecológico o cultural. También agradezco la presencia de funcionarios dignos en distintos despachos: lo que logró Laura Gil en Viena al romper el Consenso de Washington sobre política antidrogas es un hito internacional.
La lista podría seguir porque no percibo que estemos en las horas previas al apocalipsis y, al contrario, tener un presidente que no está aliado con el establecimiento tradicional oxigena para nuestra democracia.
Hasta ahí la “Historia de un entusiasmo”, como tituló Laura Restrepo al libro que publicó en 1998 y que antes había editado como “Historia de una traición”. Hablemos ahora de la traición: una cosa es alegrarme por un gobierno progresista y otra distinta es que Petro me parezca buen presidente. Creo que le queda enorme su traje de emperador. Su egolatría, su mesianismo y su sectarismo ideológico, que se evidencia, por ejemplo, en su incapacidad para condenar lo que pasa en Venezuela, perjudican a movimientos sociales que ven cómo el mandatario dilapida la posibilidad de liderar el cierre de brechas por andar entretenido como camorrero de Twitter.
La matazón de líderes sociales y excombatientes no cesa; la Paz Total está graduando de actores políticos a los narcos del Clan del Golfo; la implementación de los acuerdos de paz va lenta; la reforma agraria va lenta, y hay cosas que ni siquiera van porque son globos que el presidente lanza sin mayor sustento: un tren elevado entre Buenaventura y Barranquilla, una constituyente, un metro subterráneo para Bogotá, 500.000 cupos nuevos en universidades, 12 millones de turistas extranjeros para 2026, y una cantidad de anuncios que no aterrizan. Pareciera que su único fin fuera lanzarlos para polemizar con la oposición, o como si con enunciarlos fuera suficiente para ejecutarlos, al estilo bíblico de “hágase la luz”.
En varias regiones el voto por el cambio fue una enorme traición porque Petro terminó atornillando a caciques tradicionales. Mauricio Lizcano en Caldas es un buen ejemplo, pero no el único. Insiste en aliados cuestionados como Hollman Morris, Armando Benedetti y Ricardo Roa. A ellos se suman los enredos de su hijo Nicolás, la falta de claridad en la financiación de su campaña, las relaciones con Euclides Torres y los puestos en embajadas y consulados que no respetan la carrera diplomática. No voté por un cambio para seguir viendo los mismos vicios desde la otra orilla.
Es imposible saber cuántos de los 11,3 millones de votos que Petro sacó en segunda vuelta se le deben a Francia Márquez, pero sin duda ella fue protagónica en ese proceso. Hoy la vicepresidenta es la encarnación de “los nadies”: está desdibujada, ninguneada, invisible. Poco antes de la elección Petro asistió a un debate feminista en el que se puso la pañoleta verde y además su hija Sofía informó que el papá estaba en proceso de deconstrucción patriarcal. Hoy es claro que el feminismo fue un disfraz oportunista y que la pañoleta hace tiempos se refundió.
¿El poder para qué? Se preguntó Darío Echandía hace 75 años. La respuesta de Petro parece ser: para destruir consensos, atrincherarse, pelear por Twitter y así asfaltarle el camino a la oposición, mientras el mandatario alimenta su ilusión de convertirse en líder planetario. Está equivocando la ruta.