La columna de hoy es de palpitante actualidad. No incluyo en el título “última hora”, “exclusivo”, “explosivo” o “atención” porque esas son etiquetas de una revista bogotana que está en campaña presidencial y en este espacio jamás promuevo candidaturas de derecha. Sin embargo, bien podría escribir: “atención, último minuto: hoy vamos a hablar de Francisco de Paula Santander”.
Advierto que no se cumple algún aniversario significativo y a pesar de ello me parece de inaplazable urgencia recordar a Santander, personaje histórico con serios problemas de imagen. Su legado empequeñece ante la sombra que le hace Simón Bolívar “El Libertador” que nació en Caracas en un potrero lleno de vacas, que fue lo que aprendimos en el recreo. Muchos recuerdan poco más: para los que tenemos canas las clases de historia ya son remotas y los más jóvenes ni siquiera estudiaron eso porque para qué si todo está en Wikipedia y en ChatGPT.
Bolívar ha sido reivindicado tanto por la derecha como por la izquierda. Aparece como prócer en “El final de la grandeza”, un libro de Laureano Gómez, y en “En busca de Bolívar”, de William Ospina. Es el héroe abandonado que navega por el Río Magdalena en “El general en su laberinto”, de Gabriel García Márquez, y fue el símbolo omnipresente de todos los actos de Hugo Chávez, quien rebautizó a Venezuela como “República Bolivariana”. El Partido Conservador, que nació a mediados del siglo XIX, se aglutinó alrededor del ideario bolivariano, y el M-19 saltó a la vida pública con “el robo de la espada de Bolívar” en 1974. A la izquierda le fascina el Bolívar héroe continental que derrota a España y conquista la libertad para cinco repúblicas, y la derecha aplaude al gobernante de mano firme y corazón grande, que propugna por un poder ejecutivo férreo, con grandes prerrogativas para las fuerzas armadas.
¿Y Santander? No tiene club de fans. Cuando le va bien es “El hombre de las leyes”, asociado al legalismo y la burocracia, y cuando le va mal es el corrupto conspirador que traicionó a Bolívar en la “nefanda noche septembrina”. Hace 200 años a esta hora Santander ejercía la vicepresidencia en Bogotá y rebuscaba dinero para financiar las tropas de Bolívar mientras que el presidente-libertador recorría a caballo distancias kilométricas, echaba discursos, escribía cartas y esparcía el virus de la vida, que en ese entonces se llamaba independencia, desde Caracas hasta La Paz. Bolívar era el hombre de acción y a Santander le correspondía la tecnocracia, el lobby en el Congreso y toda la letra menuda necesaria para que Colombia dejara de ser la Patria Boba y empezara a convertirse en un Estado funcional.
Por supuesto que lo que escribo es una caricatura y sé además que Santander también cabalgó y luchó en la campaña libertadora. Lo digo por si aparecen lectores pegados del inciso, que es, por fin, de lo que quiero hablar: de la importancia del inciso, de la letra menuda, de la norma y de la burocracia. De lo relevante que es en un Estado Social de Derecho respetar los articulitos, porque las formas jurídicas son las que blindan las garantías. No es posible hablar de derechos sin hablar de procedimientos, es decir, sin ser santanderistas.
En Colombia se usa el adjetivo “santanderista” como un insulto o, al menos, como un señalamiento. “Santanderista” es alguien pegado a la ley, a las instituciones, a los límites formales. En este territorio tan fértil para el abuso de la fotocopia de la cédula al 150, la firma autenticada y el RUT actualizado, la hecatombe cotidiana consiste en oír “está caído el sistema”. La impotencia ante pequeños trámites engorrosos e inútiles deriva en mala imagen del santanderismo, y ese salto conduce a un desdén por la formalidad y un menosprecio hacia las reglas del juego que es tan extendido como peligroso.
La tesis del Estado de opinión como una fase superior al Estado de Derecho, que braveaban Álvaro Uribe y José Obdulio Gaviria y la invitación de Petro a mirar menos la forma y más el contenido tienen la misma raíz: las ganas de saltarse los controles formales que establece la ley. Se trata de grandilocuencias que aplaudiría Bolívar y perturbarían a Santander.