Alberto Lleras Camargo —quien gobernó a Colombia en momentos cruciales de la historia nacional, en los que se fraguó la violencia brutal (1945-1946 y 1958 -1962)— no escribió una larga memoria sobre aquellos terribles años de la historia política de Colombia; tampoco lo hizo el general Gustavo Rojas Pinilla. Y ¿los grandes políticos del Frente Nacional dejaron alguna Memoria escrita? Belisario Betancourt no nos dejó sus memorias acerca del asalto del Palacio de Justicia ni acerca de la tragedia de Armero, el pueblo hundido por el deslave del volcán del Ruiz.
De ahí que el país no cuenta con reflexiones en primera persona de los protagonistas de los grandes procesos políticos en Colombia. Cierta ausencia de la idea de futuro y de sensibilidad por la historia no nos permitió conocer sus impresiones de lo que vivieron —en este sentido, se parecen a los políticos soviéticos que todo lo consideraban secretos para la tumba—. En cambio, en vísperas de sus 90 años, el expresidente Fernando Henrique Cardoso publicó, en el 2021, un enorme libro de 435 páginas sobre sus memorias, titulado Um intelectual na política: Memorias.
Seguramente, considerarán que las humanidades y la historia no son “útiles”. Un ejemplo de esta consideración, según el historiador Armando Martínez Garnica, exdirector del Archivo General de la Nación, sucedió cuando “el pleito del Tribunal de La Haya con Nicaragua por las aguas territoriales, donde el fundamento del uti possidetis iuris debió haber obligado al Estado a convocar a la Academia Colombiana de Historia para apoyar a los abogados negociadores”.
La ausencia de la historia en el debate público y en las políticas educativas están conduciendo, según Martha Nussbaum, hacia “naciones de personas con formación técnica que no saben cómo criticar la autoridad, útiles creadores de lucro con imaginaciones torpes”.
Es posible que la nueva generación de políticos colombianos tenga una biblioteca en su casa que quizás no la leen. Aunque no importa, para eso están los llamados asesores. Se podría revisar las listas de asesores de los gobiernos y de las llamadas UTL de los congresistas y no habrá un solo historiador que oriente las políticas públicas o, por lo menos, la lengua de quienes dan las declaraciones a los medios de comunicación. 
Jhon Lukacs recuerda, en su obra El Futuro de la historia, las palabras del cardenal Fleury, consejero del rey de Francia, sobre que los hombres “que desempeñan algún papel en los asuntos públicos necesitan mucha más (historia) y para un príncipe toda es poca”. En este sentido, David Cannadine considera que “cada ministro debería nombrar un historiador” como asesor. Andrew Southam publicó un breve artículo sobre la importancia de los historiadores en las decisiones gubernamentales y considera que “miles de millones de libras al año” se pierden porque el gobierno “ignora alegremente la historia”. 
Los historiadores, escribe Southam, fueron asesores durante la Primera Guerra Mundial, como “James Headlam-Morley, que dirigió la sección alemana del Departamento de Inteligencia Política, se convirtió en el asesor histórico del Foreign Office y ayudó a redactar el tratado de paz de Versalles en la Conferencia de Paz de París 1919-20”. Por ejemplo, el historiador Kingsley Webster contribuyó a idear las Naciones Unidas en Dumbarton Oaks en Washington. Los discursos del ministro británico John Mayor acerca de Oriente Medio se los hacía el biógrafo de Winston Churchill. Así que cabe preguntar: ¿cuántos expertos en historia política?, ¿cuántos sociólogos fueron invitados a la discusión del Acuerdo de Paz con la Farc?
Si el expresidente Duque hubiese tenido un historiador como asesor, no hubiese dicho, ante Mike Pompeo, “Hace 200 años el apoyo de los padres fundadores de los Estados Unidos a nuestra independencia fue crucial”, sino algo digno de la historia de la nación colombiana. A Petro también le ayudaría mucho tener un historiador de asesor.
Southam concluye que “los historiadores profesionales pueden dar a los gobiernos no solo un contexto y una comprensión más amplia, sino una fuente de ideas con las que informar las decisiones”. Así que, yo me pregunto, ¿invitarán a los historiadores a convertirse en asesores de gobierno o seguirán relegados a un salón de clases, explicando las “copias”, en departamentos de historia sin imaginación, controlados por camarillas burocráticas?