La primera vez que subí al Morro Sancancio fue hace 45 años. Por varias décadas alcancé su cima trotando, con el explícito propósito de hacer ejercicio, como parte de una ruta a cumplir. No era una práctica muy frecuente, pero teniendo en cuenta el paso del tiempo queda como saldo muchas subidas.

Pero hace tres años, lo ocasional se volvió frecuente y después rutina diaria. Con un objetivo claro de hacer ejercicio, ya no trotando pues mis tobillos han sufrido desgaste y lesiones, subo esta montaña caminando a muy buen paso en un recorrido que ya he memorizado. Y en esta rutina que pareciera ser ya mecánica, ha surgido una especie de milagro diario, cotidiano, infinitamente sencillo y al mismo tiempo prodigioso.

Salgo de mi casa en el barrio Palermo y en diez minutos, que podemos llamar de calentamiento, llego a la base del Cerro, justo donde queda la Clínica San Juan de Dios, a la que hace ya mucho tiempo se le decía “el manicomio” y se inventaban historias sobre este sitio, las que tenían visos de terror para los niños. En este punto, de un tajo, desaparece la ciudad y por un túnel verde, literal, se entra en otra dimensión. Al tiempo que ya se empieza a sentir el ejercicio, comienza el deleite, pues por arte de magia todo cambia, y para bien. Es increíble tanto esplendor de la naturaleza solo a unos pasos de la ciudad, o mejor, metido dentro de ella. De la base de la montaña a la cima son unos 15 minutos y lo mismo de bajada, tiempo de privilegio.

A medida que se asciende la mente también cambia su estado; ese listado de cosas por hacer y preocupaciones cotidianas, que nos persiguen a toda hora, se va desvaneciendo, y no es que desaparezca totalmente y que se transite a un vacío total, pero todo se vuelve más ligero, y se crea una pausa con todas las ataduras. La mente se acerca a un estado meditativo, y si bien algunas ideas van y vienen, todo es más ligero. Y en este estado, cuando menos se busca, aparecen los regalos del camino: las aves, otros animales, pequeñitas flores, el susurro del viento entre los troncos de grandes árboles, matas y arbustos silvestres, y las imponentes montañas que aparecen en todas las direcciones.

En cuanto a aves es muy frecuente ver barranquillos con su frente y cabeza color turquesa, su antifaz negro, ojos penetrantes, pico largo, su cuerpo verde y azul, y su larga cola terminada en forma de dos raquetas. También tangaras de diversa clase, asomacandelas, y muchos más. Recientemente, casi todos los días, veo pavas andinas, con su cuerpo grande marrón, su cola y su bella cabeza color turquí.  Hace unas dos semanas pude observar cuatro juntas a poca distancia que revoloteaban en un árbol; y también hace poco un par que no se alertaron ante mi presencia y tuve el gran placer de contemplarlas a solo 5 metros; y para completar, ese mismo día, ya de bajada, vi un tucán esmeralda, que aparecen de cuando en cuando. Ocasionales ardillas, armadillos y conejitos hacen parte del repertorio. Y todo esto, en medio de luminosidades diversas, distintas a las de la ciudad; neblina; a veces lluvia, y siempre el verde, los verdes.

Al terminar el descenso, en la base de la montaña vuelve a aparecer el mítico “manicomio”, hoy un prestigioso centro de salud mental. Otra vez en la ciudad se vuelve a respirar el cemento, aparecen los carros, las motos, la gente y el ruido. Llego a la casa en diez minutos para seguir el día, pero un día ya distinto. Después de subir al Morro Sancancio ya la jornada está librada.