La presunción se asemeja a una pequeña locura.
Loco es quien se aparta de la realidad más allá de ciertos límites. Conlleva sus grados, pues los niveles de irrealidad no son iguales en todos los locos. Caso clásico aquel que se creía Napoleón, y lo presumía -lo presumía- en vestido, porte y actitudes. ¿No se le acercan, un poco o un mucho, a este último falso “emperador” esos otros presumidos? Aunque todos no se vistan así y aunque ambos, en otros aspectos de la vida, sean capaces de actuar de manera razonable.
El presuntuoso cae en el error -pero camina con él y en él- de mal definir su posición ante la vida. Yerra al inflar, en artificio, su inteligencia, sus capacidades y su poder, todo lo cual lo conduce a colocarse en unos escalones por encima del escalón que en objetividad le corresponde. Es una perspectiva falsa de lo inherente; un desajuste interno sobre la posición en el mundo; un observarse desde las alturas. Y como el loco, el presumido presume (sic) que casi todo lo suyo es valedero y procedente. Vestirse de estatua, llama un refrán al presumido. En fin, la presunción, repito, una pequeña locura.
Es como un falso revestimiento. Tim Urban acota: “La arrogancia es como un escudo contra el que las experiencias no hacen más que rebotar”. Se estrella, el presumido, contra una realidad que supera sus posibilidades; y de allí sus fracasos. Desoyen, los presumidos, el sabio consejo de las máximas autoridades griegas, el “conócete a ti mismo”, colocado en el frontispicio del mágico y acertado Oráculo de Delfos; y propiciado por tan prestigiosos árbitros como Sócrates y Platón.
Lo preocupante para nuestro personaje es que, como los humanos estamos mejor preparados para calibrarles los defectos antes que las virtudes a nuestros semejantes, la presunción brota, no se puede disimular y, al contrario, florece ingenuamente, abiertamente, inexorablemente y por eso resplandece y se nota como una gran sombra. Tiene algo de ingenuidad, y por eso de la presunción a la ridiculez no hay sino un milímetro. Alejandro Dumas, padre, popular novelista (“Los Tres Mosqueteros”), preguntado cómo había sido la cena de la noche anterior, respondió: “bien, pero me hubiera aburrido si no hubiera sido por mí mismo”. ¿Tendrá la presunción también algo de autismo?
Y ni la muerte -tan solemne momento-, en algunos casos alcanza  a reprimirla. Nerón, supremo narciso, derrotado y perseguido le hizo la petición de “suicidarlo” a un esclavo, pero antes le detuvo un momento la espada, para, con solemnidad y convencido, quejarse: “¡Oh, qué gran artista pierde el mundo!”
Los franceses tienen una buena cosecha. Luis XIV, cuando le dio por decir -y creérselo- “el Estado soy yo”, tan grande cosa no le cupo, y comenzó a perder sus guerras. Otro: “cuando quiero saber qué piensa Francia, me interrogo a mí mismo”, respondía De Gaulle; y añadía: porque “Francia soy yo”. Y Napoleón, el verdadero, en la mañana previa a su derrota definitiva en Waterloo, arrogante les dijo a sus generales, en la mesa y antes de desayunar: “Esta batalla será como un ‘petit déjeneur’ (desayuno).” La grandeza se respeta, pero la presunción la engaña.
Clemenceau, nuevamente otro francés, el llamado “padre de la victoria” de su país en la primera guerra mundial, poco antes de morir escribió un revoltillo, entre presunción suma y propia incomprensión: “Quiero ser en mí mismo mi única recompensa. Mi orgullo no se conforma con menos que la gloria de rechazar la gloria”. Su contemporáneo, en esa misma línea, el anterior citado De Gaulle, no tanto con  desazón y sí con jactancia, se auscultaba: “Yo no sería gaullista si no estuviera obligado a tener en cuenta un fenómeno que se me impone y que no siempre me explico: el fenómeno De Gaulle”.(sic). Un sicoanalista, en su momento, le hubiera ayudado a aclarar ese su altivo predicamento de ese su gran”fenómeno”.
Sin arrogancia y con fino humor, Oscar Wilde se burlaba del Interlocutor. Preguntado cuáles consideraba los diez mejores libros de la literatura universal, respondió: “imposible decirlo, porque hasta ahora solo he escrito cinco”. Y cuando su editor le sugirió que suprimiera unos párrafos, se negó: “es un crimen mutilar un clásico”.
Celebremos al “antipresumido” que se mofa de él mismo. El drama “Demasiado bueno para ser Bonito”, del consagrado Bernard Shaw, recibió pitos en Londres, Berlín, Madrid, Bruselas y París. Shaw no culpó a los actores, como suelen hacerlo los dramaturgos presuntuosos, sino que comentó: “He batido un récord mundial en el teatro: el de los fracasos”.
Apostilla. Aviso para ciertos presumidos y gobernantes: deberían manejar mejor su presunción, pues de lo contrario no solo harán tantos daños, sino que pasarán, ante el gran público nacional, dejando cada vez una estela de múltiples sonrisas burlonas.