Hacia el año 1450 pocos libros había por el mundo, hasta que Gutenberg inventó la imprenta y dijo: háganse muchos libros. Y como en la explosión del big-bang primigenio, el mundo se fue llenando de  ejemplares, de volúmenes, de tomos. Y de bibliotecas también, cuyas son el amparo y el refugio de más humanidad y más sabiduría. Visitar la biblioteca de San Gall, en Suiza, es como aproximarse a un paraíso. Allí, en ese reservado lugar de este monasterio, en su biblioteca, no en aquella universal de Borges, sino en esta, mágica y concreta, mejor que en cualquier templo, somos invitados a admirar la sucesión de los nobles esfuerzos de los hombres del elevado pensamiento, los que ahora reposan, allí, en su merecida inmortalidad. 
Allí, los amorosos padres místicos y religiosos y espirituales que nos alimentan la fe con su legado. Allí, permanente, la inspiración de aquellos que lograron depositar y grabar su poesía en el corazón de los hombres, y ello mediante el bálsamo de su bella, leve y rítmica escritura. En quietud, allí palpita el educado espacio de aquellas otras almas que otrora fueron, y que con ese su anterior empeño construyeron “esos minúsculos castillos de papel”, custodios de su voz, y que continúan -esas almas- no yacentes sino erguidas, nobles, con sus danzas de letras ordenadas, corazas son sus lomos que se suceden, combatientes en sosegada y amistosa espera.
Allí, en medio de los libros, en ese callado aire, se respira una susurrante música sacra. Suspendido, el tiempo se convierte en una levedad feliz. Es como ingresar a la biblioteca de las bibliotecas, al arquetípico lugar de las “pequeñas ciudades sagradas”. Por ella se transita con ansias de Dios en el corazón. Así, muy justificado su propio autoelogio, contenido en el letrero de su puerta, valedero para todas las demás bibliotecas: “Hospital para las Almas”.
Gutenberg llegó a su invento, bien preparada su alma para ello, pero también a través de unas coincidencias del burlón y constructivo destino. Primero trabajó en la configuración de espejos. Y la imprenta es el espejo de las letras. (Espejos, en general, de los que Borges execró y los conminó, porque al igual que la cópula servían para la reproducción de los hombres). Aseguraban los devotos, en ese entonces, que los espejos captaban y guardaban la energía de las reliquias. Gutenberg hizo un buen negocio vendiéndolos a los peregrinos que iban a Aquisgrán, en donde se hallaba un pañal del Niño Jesús.
Luego, otro día, al azar se encontró con un empresario copista de libros y quedó muy impresionado. Como tercera coincidencia, en Holanda, un enamorado sacristán le contó que había grabado el nombre de su dama en la corteza de un árbol, y que después de haberla envuelto en un pergamino, al otro día había encontrado el nombre de ella reproducido en dicho pergamino. Más tarde, en algo así como un sueño vio los caracteres móviles, la parte axial de su invento. Y con este se multiplicó el libro, y el libro multiplicó el capital espiritual de la humanidad. Igual que un dólar invertido en un bien de capital, produce más bienes, todo libro que llega al lector produce más espíritu, más cultura, más cerebro, más elevación humana. 
Alrededor de la imprenta se organizó, de inmediato, una religión de misacantanos, compuesta por autores, empresarios, editores, correctores, tipógrafos, impresores, libreros, bibliotecarios... El emperador Maximiliano, en compendio de  lo que ellos representaban para los lectores, los llamó “sacerdotes oficiantes del espíritu”. Como todo instrumento humano de mucha grandeza, este tendría otra faz, la destructiva, por excepción. Friedrich Kellner, valiente aleman, en las manifestaciones blandía un ejemplar  de “Mi Lucha”, de Hitler,  y arengaba: “Libro infame. Gutenberg, tu imprenta ha sido profanada por este malvado libro”. Amin Maalouf, en “Samarcanda”, refiere como Hassan Sabbah, ese primer “idólatra de la muerte”, organizó la “biblioteca de los asesinos.”
UAl entierro de Gutenberg solo acudieron algo más que unos cuantos amigos. Inventor de un solo invento, de Gutenberg, tal vez el mayor en la historia de la humanidad, no se sabe cómo era su físico. Por eso, no obstante haber sido tan mayor revolucionario desarmado, y universal, y permanente, y ubicuo, y siendo tan gran influyente en todos los campos, incluido el político, de Gutenberg -ese fiel reproductor de los alfabetos- solo hemos recibido pinturas y estatuas que no lo reproducen, sino que lo imaginan.