Como bien lo recuerdan quienes así lo vieron en la fotografía, se trató de un joven que el 5 de junio de 1989, hace 34 años, en la Plaza Tiananmén de Pekin, se enfrentó, como barrera humana y en  solitario, con dos simples bolsas de plástico en cada mano, a una fila de más de 40 tanques de guerra, hilerados estos para reprimir las concentraciones en contra del gobierno.
Se vivían allá unos tiempos turbulentos. Estudiantes y obreros, en multitudes se manifestaban, a veces en forma pacífica y otras no tanto, con soldados linchados. Estudiantes, obreros, clase media, con razones para protestar en contra de un régimen chino policial, en pedimento de mayores libertades y por la democratización del sistema.
Los altos dirigentes chinos, divididos. Unos por la negociación y la democratización y otros por la mano fuerte. Como se impusieron estos últimos, el ejército, encargado de retomar el orden, causó cerca de 3000 muertos.
El recuerdo de esos hechos me genera varias reflexiones.
Primera consideración, la fotografía.
Y es que sin ella, este episodio de Tiananem solo sería recordado por unos cuantos estudiosos del tema. Daría para un pequeño pie de página en la historia del siglo XX. Y mucho para el olvido. Pero no. La imagen, siempre que ella lo merezca, sobrevive a las palabras y a los escritos.
La fotografía, un invento, así se le considere neutro y no se le examine con cuidado, logró modificar las formas de percepción de las sociedades. Especialmente en lo político. McLuhan lo dijo: “Primero construimos herramientas y luego ellas nos construyen a nosotros”.
Antes de la fotografía casi todo era hablado o escrito. Vino ella y democratizó: para apreciarla no hacía falta saber leer y escribir. Llegó directa a las masas: una imagen es algo de un solo golpe, no necesita esfuerzo mental y es de comprensión inmediata. Es más potente que la escritura, pues por sí sola invita a la imaginación. Permanece, porque la memoria visual es más impactante y duradera. Viaja a la parte sentimental y remueve y profundiza en los meandros de nuestro cerebro y de nuestro corazón. Nos conecta directamente con lo concreto de las cosas. Ahorra tiempo: cuenta la historia en síntesis. Por todo ello, un arma política más poderosa que todas las palabras de cualquier encendido y populista orador en trance de la mayor enjundia demagógica.
Segunda consideración, los actos de coraje anónimos.
Heródoto, en sus “Nueve Libros de la Historia”,  (Libro 7, logo 22),  al relacionar la batalla de “Las Termópilas”, del 7 de agosto del año 480 antes de Cristo, inmortalizó solo el nombre personal de Leónidas, el comandante espartano que con sus 300 soldados, y que, todos ellos bajo la segura mirada de la muerte, no obstante poder retirarse, perecieron combatiendo en ese estrecho desfiladero en contra sus enemigos persas, este un ejército de cientos de miles.
Cuando ese comandante le ordenó a un soldado que regresara a Esparta a noticiarla que se quedarían combatiendo no obstante la casi infinita inferioridad numérica, con cierta insolencia le contestó: “vine aquí para combatir, no para llevar mensajes”. Y el otro, más recatado, le respondió: “no puedo ir, mi deber es permanecer aquí”. Los 300, iguales a Leónidas en su valentía y en su condición de muertos en combate desigual, y sin embargo desconocidos. Solo tuvieron ellos por epitafio aquello que el poeta consignara en placa de mármol, colocada allí: “caminante, ve y dile a los espartanos que aquí yacemos muertos en cumplimiento de las órdenes de nuestros jefes”.
Me recuerda lo anterior una escena de hace más de 30 años, relatada por la televisión. Un avión con pasajeros cae en medio del río Potomac, el de la ciudad de Washington. Acude una lancha al rescate. Por la escalerilla, tambaleante ante los vientos, sale de primero un pasajero, de unos 40 años, quien les ayuda a todos los demás, ancianas y jóvenes, hombres incluidos, a ponerse a salvo en la embarcación rescatadora. Queda como el último. De pronto se presenta un viento fuerte. El pasajero salvador de vidas desaparece. Días después lo encuentran muerto.
Y otra escena de mi terruño. Hace también muchos años, en Chinchiná (Caldas), tres parroquianos, en un bar de la plaza principal, se toman unas cervezas en una tarde de buen calor. De pronto se escuchan unos disparos. Están asaltando un banco. Salen, y dos de ellos desenfundan sus armas;  y en descampado se enfrentan a los ladrones; no les importan los disparos de los delincuentes; frustran el robo.
Vuelvo a Tiananmén. El personaje, tan flacuchento él, lento, parsimonioso, como si se tratara de algo corriente y natural, ingresa en la escena; y se coloca enfrente del primer tanque de guerra de la larga fila. ¡Y qué inmortalidad, no la de su nombre personal, por siempre desconocido, sino la de la imagen que él generara!
Y dos moralejas
Una. La de Mark Twain: “No es el tamaño del perro en la lucha; es el tamaño de la lucha en el perro”.
Dos. Ante el ejemplo de estos valientes, viene el famoso Dr. Samuel Johnson, personaje inglés del siglo XVIII, quien sentenció: “todo hombre de conciencia carga con un cierto desasosiego por no haber sido soldado”