Benjamin Disraeli, el famoso y muy brillante primer ministro inglés del siglo XIX, así le aconsejó a un joven que pensaba dedicarse a la política: lea mucho, pero especialmente biografías. Me da la impresión que el presidente Petro no es que haya leído mucho. Y menos biografías. Desde aquí, aunque un poco tarde, muy respetuosa, pero también muy seriamente, y ante el desbarajuste que está originando su personalidad -tan de orgullo llena, de tanta “sobradez” inmensa, de tan visible arrogancia-, me permito sugerirle,  al Dr. Petro,  leer y meditar y aprender de la vida de Abraham Lincoln, considerado como el más importante presidente de los Estados Unidos. Lo siguiente es solo una ligera comparanza -como diría un clásico de la llana lengua-, y  por ello les dejo a la lectora y al lector el colegir más parangones entre los dos personajes. 
Humildad, esa fue la característica principal de Lincoln, la cual le permitió resolver tantos difíciles problemas. Liberó a los esclavos y afrontó la muy injuriosa guerra civil con ecuanimidad y tranquilidad, con inteligencia y ponderación, con paciencia y meditación, consultando y manejando con maestría el tiempo, y, sobre todo, con un espíritu ajeno a toda consideración personal en relación con los temas atinentes a su gobierno.
Poder y humildad parecen ir en contravía y excluirse. Pero no. Más bien opino que si van unidos constituirán un complemento magnífico. Primero, la reflexión breve de Paul Verlaine: “la humildad requiere mucho amor”. Y Segundo, el humilde dispone de un gran poder interno, de una real fuerza moral en su espíritu, de una  amable coraza emocional. Y si a ello se le suma el poder político, ¡con cuán buen y equilibrado criterio se manejará con sapiencia y grandeza este último!
Humilde fue Lincoln desde sus comienzos. Escribió en su hoja de vida: “pueden resumirse en los anales breves y simples del pobre… mi programa, como los bailes de las viejas damas, es breve… si hubiese alguien que creyese que de tal y como soy se puede obtener algún provecho, que se sirva informarme”. La prensa de la oposición lo trató de manera despiadada. “Orangután del norte”; “leñador ignorante”; “reptil”; “republicano negro”; “el anticristo americano”. Una actriz, de nombre Maggie Mitchell, bailó sobre una bandera del país y sobre un retrato de Lincoln. No se molestó. Aunque disponía de otros medios diferentes a twitter o X, nunca a nadie le contestó. Se aplicaba más bien a gobernar.
No le gustaba improvisar. Sometía a la opinión de los expertos los borradores de sus discursos. Excluía cualquier palabra que fuese injuriosa. Era muy breve. Simplicidad en lo difícil. Claridad. Su discurso en Gettysburg, el del “gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”, de 268 palabras, es uno de los más famosos en toda la historia. Sus instrucciones a sus amigos eran  “no ofender a nadie”. Nombró en su gabinete a sus anteriores competidores. Y los mantuvo, si cumplían, así no pensaran como él. Asumía la responsabilidad de sus errores. Y los de sus subordinados también. Una vez, recién posesionado, su canciller le presentó una decisión sobre algo militar; la firmó y resultó ser un error; luego aceptó que era él el responsable por no haber estudiado mejor el asunto. Después de triunfar en la guerra civil, advirtió que si sus propuestas de reconstrucción no eran acogidas por la opinión, estaba dispuesto a modificarlas o a retirarlas. En los espectáculos públicos la gente coreaba “siquiera votamos por Lincoln.” ¿Qué ocurre en nuestros estadios?
Año 1600, fray Juan de los Ángeles parece suscribirse hoy en lo de aquí, en un libro titulado Lucha espiritual y amorosa entre Dios y el alma: “se compara la humildad a la amatista, que tiene la virtud de reprimir la embriaguez (sic); y la humildad de reprimir la soberbia, que embriaga (sic) y saca de sí a los tomados (sic) por ella”.
Lincoln, nada de inquinas, nada de venganzas. Lo resume su discurso de posesión, una vez reelegido: “sin rencor hacia nadie y con caridad para todos”. Dirigido a los del sur, los vencidos en la guerra civil. Y sobre todo como admonición a sus partidarios, los arrogantes vencedores por la revancha. Muchas casualidades  lo llevaron a la presidencia. Tantas que parecen ratificar aquello de que la humildanza -suena mejor- “es la señal de los escogidos”.  De los escogidos para la verdadera grandeza.