Vayamos a lo básico: Según el Diccionario panhispánico de dudas, caradura es un adjetivo que define a un sinvergüenza, a un descarado. Precisamente, asomarse a la cotidianidad colombiana o latinoamericana -incluso mundial- es encontrarse con un cinismo expresado entre negativas para acatar la realidad, la confección de eufemismos para reducirla y los pliegues que cada día se le hacen a la verdad para pintarla como un ‘hecho alternativo’ o amoldado a los intereses de terceros.
Estos caraduras tienen un cuero duro, curiosamente, porque parecen infatigables en su misión de esquivar la realidad. Insisten en su discurso hasta dogmatizar seguidores que puedan honrarlos y tributarles todos los respetos que requieran, sean convencidos o sean pagados. Allí están las guardias pretorianas más íntimas y los comités de aplausos tanto presenciales como virtuales.
No es sorpresa por eso que tengamos mandatarios que insisten en que todo va bien cuando la situación en las calles es distinta. No obstante, nada ni nadie parece convencerlos de dientes para afuera que sus decisiones no están funcionando en pro de la comunidad que los eligió y que, por el contrario, el cambio vendido terminó por fundirse entre el sueño y la quimera. La autocrítica es inexistente para ellos y es una derrota a la moral -o al ego-.
Tan acompasados están estos gobernantes caradura a creer solo en sus propias palabras que, pese a que las obras que prometen no despegan y son un caos, se atreven a indicar que todo va dentro del tiempo concertado. Es decir, el desastre va según el cronograma. Y lo peor de todo es que sacan pecho hasta de su puntualidad destructiva. ¡Así son los caraduras!
Rehusarse a aceptar la realidad es un acto de inmadurez que socialmente, incluso, se aplaude como persistencia y capacidad de mantenerse en una filosofía ‘coherente’. Pese a cualquier elogio, vivir en una especie de pararrealidad discursiva parece una moda fértil y rentable para quienes se sustentan en la demagogia política.
Los caraduras insisten en que no les permiten desarrollarse libremente como gobernantes, pero son lentos a la corrección y la disculpa. Estos ‘líderes’ llevan en sus manos la prédica del daño como un comodín para justificar todas sus ideas, por fantásticas que parezcan. Por eso, son ricos en discursos y, generalmente, pobres, muy pobres en ejecución o capacidad de gestión.
Estos cínicos, como los encantadores de serpientes, aprendieron sagazmente que en el discurso público es menester decir lo que la ‘mayoría’ quiere escuchar, pues apelar a su sentir es una fórmula mucho más efectiva y cortoplacista que enseñarles a los ciudadanos o electores las razones que impulsan sus manifestaciones políticas. Así, aunque suene arbitrario, gran parte de la llamada opinión pública se refugia en que se piense bien de ella y que alguien más cure sus propias fracturas.
También, los caraduras pueden endiosarse o sentir que el ejercicio político radica en una apoteosis. De allí que crean que su pensar es regla y señalar al contrario sea el método más efectivo para citar cuanta desgracia aporrea a una sociedad. Pero estos mismos cínicos, cuando llegan al poder y tienen la facultad de cambiar, sucumben ante la caducidad de su retórica y se ven empleados a gobernar así no sepan hacerlo.
Es allí cuando se termina ese idilio con los embustes y comienza una faena que consiste en capotear la realidad comprimiendo el tamaño de los problemas y encontrándoles otros nombres para hacerle zancadilla a la verdad. De este punto es donde germinan ideas como llamar ‘cerco humanitario’ al secuestro o ‘parte de tranquilidad’ al caos administrativo. Para la tristeza de los caraduras, este tipo de ejercicios siempre termina por caerse. En palabras más conocidas, “la gente se cansa de comer cuento”.
Los caraduras están de moda, pese a que su función sea meter los dedos a la boca para seducir con mentiras y procurarse impávidos en el poder que tanto ansiaron. Por eso, en un país como el nuestro, donde se niega la realidad con algo tan básico como una escasez de medicamentos, todo termina en derivarse en la peor enfermedad: mentiras enquistadas. Y para eso, el único antídoto es la verdad, aunque les duela a los caraduras.