A estas alturas es evidente que el sistema de salud colombiano viene en franco deterioro. Para muestra, un botón: escasez generalizada de medicamentos para tratamientos de alto riesgo; más de un millón de vacunas pediátricas contra el COVID perdidas; interinidad de casi 18 meses en el INVIMA; y deudas multimillonarias del Estado con las EPS que comprometen seriamente la sostenibilidad financiera del sistema. Se citan solo algunas evidencias.
Las declaraciones de algunos funcionarios del gobierno parecieran dar razón a aquellas voces que sugieren que todo ha sido orquestado para acabar con las EPS y justificar la aprobación de la  reforma. Un remedio que sería una condena para el que puede ser uno de los mayores logros sociales desde la Constitución de 1991: una cobertura cuasi universal en acceso a la salud, con protección financiera para sus usuarios. 
La Representante a la Cámara, Catherine Juvinao, expresa con gran elocuencia : “Esta no es una reforma centrada en el paciente sino en quien maneja la chequera; no resuelve la crisis financiera del sistema; fragmenta peligrosamente los servicios de salud; elimina la libre elección; presenta múltiples incentivos a la corrupción en tanto delimita o elimina algunos controles y auditorias que actualmente tiene el sistema; no tiene ninguna disposición concreta para la Colombia rural y la salud rural; entonces es una reforma que no resuelve nada de lo que promete resolver…” Otras voces autorizadas, como la del exministro Alejandro Gaviria, califican la reforma como un “exabrupto”. 
Y es que, a grandes rasgos, entre todo lo expresado por tantos y tantos personajes, como Juvinao, Gaviria y otros tantos, conviene destacar tres despropósitos que trae consigo la reforma: eliminar el sistema de aseguramiento; estatizar el servicio; y carecer de todo sustento financiero pues ni siquiera se sabe cuánto costaría. Vamos por partes.
La reforma elimina el sistema de aseguramiento a través de las EPS. ¡Gravísimo! Los más de 15.000 cotizantes del actual sistema que padecen de enfermedad renal crónica, por citar solo un ejemplo, pueden cubrir su tratamiento gracias a que las EPS les garantizan los recursos para diálisis, medicamentos, cirugía, hospitalización, etc. Es lo que se conoce como el principio de solidaridad, según el cual los aportes que hacen los empleados y patronos, y el Estado, se concentran en una “bolsa común” para financiar la atención a las personas enfermas. En otras palabras, con el dinero de las personas sanas se atienden las enfermas, lo que cuida el bolsillo del paciente y asegura que todos tengamos cobertura en caso de enfermedad. 
Si la reforma llegare a aprobarse ¿qué pasará con los tratamiento para diabetes, cáncer, hipertensión, condiciones pulmonares, trastornos endocrinos, enfermedades cardíacas, entre tantas otras?, ¿qué tal una nueva pandemia?, ¿ante quién acudiríamos? ¡Válgame Dios! 
Y es acá donde radica el verdadero despropósito de la reforma: estatizar la salud. Se pretende (¿por razones de ideología?) dejar en manos del Estado la atención de la salud de los colombianos, lo que implicaría devolvernos a las duras épocas del Seguro Social y dejar en manos de una entidad del Gobierno todas las funciones de operación del sistema, racionalización del gasto y fijación de tarifas. Y para rematar, el proyecto ni siquiera cuenta con el aval fiscal del Ministerio de Hacienda, pues “se estima” que costaría más de $140 billones a 2033. No se precisa la cifra. ¿Aprobará el Senado este “exabrupto” de reforma?
Que el sistema de salud es susceptible de mejorar, por supuesto que sí ¡y mucho! Pero queda claro que la actual propuesta No resolverá, y en cambio Sí agravará, la grave crisis de sostenibilidad financiera y operativa, de manera que el remedio resultaría peor que la enfermedad.