Hace siglos se inventaron las gafas para ver. Las personas que veían solo bultos borrosos pudieron volver a ver la realidad que los rodeaba. Pero los seres humanos, por esa extraña capacidad de volver realidad nuestras ficciones (y viceversa: volver ficciones nuestras realidades), ahora hemos inventado unas gafas precisamente para lo contrario: para no ver.
Apple ha sacado al mercado las gafas de realidad mixta con un eufemismo: Apple Vision Pro (en su lugar deberían llamarse Apple Dissociative Pro). En redes sociales hemos visto imágenes de humanos con gafas como de cyborg haciendo movimientos con las manos “como cogiendo pispirispis”, como dirían los abuelos. Esas parecen ser escenas introductorias de una película cuyo tema principal es la locura. No es nuevo este tipo de dispositivos –como sabrá el tecnológico lector–, pues ya hay compañías como Meta (otrora Facebook) que han invertido en los metaversos y en el tecnicismo grandilocuente de las “experiencias digitales inmersivas”. 
Quizá sí haya una relativa novedad en lo siguiente: el combinar la realidad real con la virtual, de manera que mientras usted esté en el baño haciendo algo que solo puede hacer por usted, también le sea posible disponer para su entretenimiento escatológico de tres pantallas al unísono: el episodio que prefiera de Yo soy Betty, la fea, las mejores jugadas del último Super Bowl y una vana columna como esta para pasar el rato (solo si para usted no son tan dolorosos los más de tres mil quinientos dólares como mínimo que tendría que pagar por las gafas y las suscripciones).
Si algo han hecho los aparatos y las redes sociales con sus algoritmos es que cada vez nos resulta más difícil distinguir los hechos de nuestras opiniones. El problema de la representación que hace décadas mostró René Magritte con su Ceci n’est pas une pipe es el problema de las redes sociales: ¿cuánto de la realidad representada –o realidad virtual– es en realidad la realidad? Vivimos en la cotidianidad de una selva de espejos negros, cada uno de ellos luchando por ser el verdadero reflejo de nuestro interior para, a través de un clic, sumergirnos de lleno en sus propias leyes. El problema es que, además de imágenes, los espejos y sus infinitos reflejos de otros espejos también se rompen y se vuelven puñales.
Lo cual nos lanza una paradoja de esta incipiente Matrix: en la época en que cada prejuicio que nos compone es demonizado en esa forma de Apocalipsis de narcisos que han llamado “cultura de la cancelación”, los espejos negros (sí, como la serie Black Mirror) nos muestran solo aquello que nuestros prejuicios quieren que veamos. En otras palabras: si bien un término nos convierte automáticamente en discriminadores (con la fórmula barata de sumarle el sufijo de fobia a la palabra que representa el supuesto objeto de la discriminación: gordofobia, LGBTIQ+fobia, transfobia, etc.), el mundo digital de los algoritmos se nutre de esos prejuicios para determinarnos qué ver y qué oír. Queremos acabar con nuestros prejuicios con el mismo entusiasmo con el que nuestras sociedades digitales están cimentadas sobre ellos.
Hoy, por medio de la inteligencia artificial (que, mal usada, nos vuelve naturalmente menos inteligentes), podemos pedirle al ChatGPT que escriba una columna de opinión cuyo resultado será mejor que la mayoría de columnas, reconstruir la voz aún viva de un difunto músico genial para recrear la última canción que dejó (como Now And Then de John Lennon) o hasta resucitar virtualmente a seres queridos para hablar con ellos otra vez (como la plataforma Re;memory). De tanto en tanto, sin embargo, vendrá la realidad física con sus pandemias, guerras, hambrunas y sequías para recordarnos que la realidad virtual es apenas una cara de lo que somos, tal vez más efímera, más paradójica, pero igual de humana. En últimas, unas ultra gafas pro no necesariamente nos harán ver mejor.