Hace días una llama me atraviesa la garganta. Es como si cargara un incendio encima. Pero no solo eso: expelo cenizas, toso brasas, escupo fuego. El mundo se inunda de aire quemado y me persigue la imagen de bosques ardientes antes ricos en plumas y en garras y ahora ricos en humo negro y polvo gris. Me he convertido, sin mucho afán y poco entusiasmo, en una antorcha alumbrando la nada: un camino hecho de ruido hacia el negro abismo que lleva nuestro nombre. 
¿Seré el único? Hay quien, al ver el sol agriamente incinerando el mundo, movido por el olor a mortecina de su ideología, dice que el clima está fantástico para viajar a la playa y relajarse oyendo la marea apocalíptica, que para él solo es otro capítulo de su entretenimiento inocuo de Pablos y Griseldas, otro libro barato de intrigas fáciles despachado sobre el inodoro mientras –indigestado de sus pensamientos que ruñe y ruñe como una vaca– amontona un cerro de páginas de otros libros con los cuales procuró limpiarse sin éxito las suciedades de la cabeza. “Pobres incautos, todo esto es otro invento de los facinerosos comunistas ateos socialistas petristas asesinos”, diría –sí, diría– el hombre.
“¿Cómo que el mundo arde si hay nieve en el norte?”, seguiría el susodicho, para quien los periódicos que lee diariamente le sirven como espejos de sus argumentaciones enrevesadas, sus fanatismos democráticos –esos sí, solo los suyos lo son–, sus odios anacrónicos con que valida sus prejuicios de blancos y negros, buenos y malos, feos y lindos. (Porque –créanme– el hombre se mira al espejo y se ve hermoso, con su barriga protuberante de excesos que él ha bautizado como benignos para la salud, pero que lo consumen como a mí lo hace esta llama que baja y sube como una bola de sol).
No creo ser el único que padece de abrasamiento interno agudo, en todo caso. Debe haber más que, como yo, nos carcome esta lengua de fuego, no solo por la atmósfera que brilla y que encandila los ojos, sino también porque el aire se calienta aún más por las bombas que no dejan de caer y que son lanzadas por drones y por militares robóticos o por robots militares; por las viejas facciones políticas revestidas de supuestos discursos novedosos; llegan de nuevo el poder para decidir lo que podemos decir y lo que no por el bien de la seguridad: a quién se puede herir porque lo merece y a quién no por derecho hereditario, y de qué manera están disfrazados de migrantes los principales enemigos, esos seres que han osado caminar kilómetros para quitarnos los empleos y la tranquilidad de los domingos de misa sin oírlos gritando por la calle: “¡Comida, por favor!”. 
Hace días me atraviesa esta llama que flameo en forma de columna. Sabrá entender el entendido lector que deseo propagar este incendio de letras parecido en sí mismo a una hoguera. No estoy seguro de a dónde iremos cuando arden páramos, se inundan islas, se mueren especies, se derriten glaciales, se forman continentes de basura, se riega aceite y petróleo al mar, se lanzan desperdicios nucleares a ríos y playas, se crea otro cielo de humo. Mientras confirmamos ser los hacedores de nuestro propio fin –somos inventores de nuestro futuro, al tiempo que tenemos un instinto muy nuestro de autodestrucción–, habrá que encontrar la manera en que este desenlace no sea el fin del mundo, ni siquiera el fin de nuestro mundo, sino la creación de otro comienzo.