El fin de semana veía un documental sobre Moisés –a veces me gusta acercarme a las ficciones sobre las cuales se fundamentan nuestras religiones–. Me percaté del faraón: su tocado con forma de cabeza de cobra (nemes), su andar como levitando, su movimiento ínfimo de mano para dar una orden. Fue inevitable: volvieron a mí las moscas de las primeras columnas que publiqué aquí, en La Patria; moscas como plagas que me persiguen de vez en cuando para no permitirme olvidar de los nuevos gobernantes de baldosa con nostalgia de faraón y de su tierra prometida: una alcaldía para ellos solitos. 
Solo que los faraones de hoy no son lampiños ni dicen ser dioses terrenales –o por lo menos no lo expresan mucho en voz alta, aunque con seguridad lo creen; hay un exalcalde que jura ser enviado de Dios–. Por estos días apareció un nuevo conocido mandamás que se pone tenis deportivos con almohadilla en talón para facilitar la idea de que camina sobre nubes.
 Sin embargo, conservan los de hoy –los faraones de montaña– una esencia: añoran dejar para la posteridad solo las obras que lleven sus firmas –con sus placas, nombres y efigies exquisitas–, que anuncien para las nuevas generaciones su grandeza incomparable. Lo más importante es demostrar que el anterior no hizo nada y que ellos lo harán todo. Juran tener el poder de transformar la sociedad solo por arte de magia, por un toque de sus decisiones celestiales. Cambian nombres de secretarías para dar la idea de que en lugar de alcalde se trata del nuevo presidente de la República de Manizales. Olvidan con facilidad los apoyos políticos que los llevaron al búnker del piso 16; los recuerdan solo si les son útiles: su única ley es la de su Espejo.
Dicen que el poder cambia a las personas, ¿pero qué pasa si es el poder el que las revela? Aquel puede llegar a ser un argumento fácil: el poder corrompe, por lo tanto todo el que asciende –¿o desciende?– a él se convierte en tirano. ¿Esta es una ley irremediable tallada en tabla de piedra, a la que debemos sumirnos y aceptar sin más, como un mandamiento de la política? No lo creo. O más bien: me gustaría no creerlo. El poder que conocemos, el de los últimos años si acaso, en este mar de montañas como pirámides, es sinónimo de competencia, de traición y de mezquindad, formas de una masculinidad cáustica que explica y no comprende, que ve al otro como un medio y no como un fin, que es capaz de usar incluso la violencia –física o simbólica– para saciar su deseo, para cumplir sus objetivos. 
En El príncipe Maquiavelo decía que es preferible que se le tema al gobernante a que se le ame. Según esa lógica, es mejor mantener una línea visible de autoridad con gritos y atropellos, así se confunda con autoritarismo: un funcionario atemorizado conoce la línea de mando. Nadie debe brillar más que el jefe. El silencio y la lealtad se premian, la creatividad se castiga; los principios se negocian, el interés propio nunca.
Eso es un común denominador de nuestros últimos faraones –perdón, gobernantes– con sus equipos cercanos. Vuelven personas extrañas a sus amigos, íntimos y ayudantes; se alejan de ellos porque saben que conocen sus secretos. Y, por el contrario, crean la invención de que el lejano es el más próximo: abrazo va y beso viene al señor de la esquina, al maestro ilusionado, a la vendedora de arepas. Después, cuando terminan sus mandatos, se la pasan enmendando los desafueros que cometieron los cuatro años de su reinado –perdón, alcaldía–, para así preparar el terreno hacia las nuevas elecciones, y seguir, sucesivamente, el círculo vicioso.