Una sociedad está fundamentada no en sus valores sino en sus mentiras. Hemos repetido tanto que la de Manizales es la mejor feria de América que ya ni lo dudamos. Hablaba hace unos días con unos amigos en medio de la sinceridad de la noche boyacense –le huíamos al ruido y a la mierda de la cabalgata– sobre el asunto de hasta qué punto en Manizales abundan las fachadas y las mentiras y esos conocidos especímenes de los “pobres vergonzantes”: aquellos que primero se compran una camisa de marca sin importar que no tengan ni fríjoles en la cocina, porque “cómo me van a ver en Ferias con la misma pinta del año pasado”. No los culpo, ni tampoco creo que sean los únicos. La escritora italiana Verónica Raimo dice que le tememos más a la verdad que a la muerte. 

En general en Colombia nos gusta creernos los engaños que nos creamos: esos cuentos del segundo mejor himno del mundo o de la gente más feliz del planeta son invenciones de nuestras fantasías. Recuerdo que alguna vez le oí decir a Fernando Vallejo –ya no sé en dónde, pero no importa: sus peroratas siempre son las mismas– la frase de que aquí nos indignamos más con alguien que ose criticar la imagen de país que con alguien que día a día nos robe o nos mate. 

Aunque Manizales tiene algo de particular. Nos ponemos en el pedestal de la cultura añorando las historias de los héroes que llegaron a estas tierras en bueyes y vacas, como si solo se pudiera vivir del pasado (nos cuesta desmitificarlos: ¿quiénes eran en verdad como no sean los continuadores de las culturas griegas y romanas?). Defendemos identidades ajenas y a eso le llamamos cultura. Nos indignamos si alguien dice “la tauromaquia no es arte, es tortura”, pero no nos causa la misma crispación el descuido de las autoridades por las apuestas culturales locales: los gritos en el cielo de jóvenes y adolescentes que, a través de otras miradas, definen el mundo de manera distinta, por medio del cine, los murales, la música, la escritura. 

Pienso en otras mentiras que nos gusta decirnos: “en Manizales los carros siempre les dan la vía a los peatones”. No sé si quien afirma esa máxima de las mentiras manizaleñas ya no camine por la avenida Santander y no vea quiénes tienen el derecho consuetudinario de parquear en la cebra, o cómo el tolerante taxista le tira su sagrada máquina al caminante impaciente, o de qué forma, por respeto, el peatón siempre le debe dar el paso al pobre conductor afanado. En eso sí somos una ciudad supremamente culta. 

Creo que nuestra mayor mentira es esa intención de vivir del pasado. Dos muestras para dos botones: la renovación del equipo de la ciudad es un futbolista que ya roza los cuarenta (no digo que sea malo ni que yo no quiera que se convierta en el goleador histórico del fútbol colombiano: es más, te amamos, Dayro); la otra: “los jóvenes de hoy en día ya no leen”, aunque seamos nosotros quienes no sepamos leer sus verdades.

Vivir del pasado es, digamos, algo vicioso. La droga del “todo tiempo pasado fue mejor” es fácil de asimilar. Señalamos con el dedo lo que no fue nuestro porque no se ajusta a lo que tenemos en la cabeza. Puede ser que eso sea natural. Lo más difícil es reconocer la novedad. Aún más: lo más difícil es reconocer la novedad en lo que se supone que ya conocemos. Solo bastan unos meses para que ya nada sea igual aunque insistamos en que nada haya cambiado y sigamos yendo a las corridas de toros, y todavía nos preciemos de las cabalgatas, y todavía destruyamos la tranquilidad del otro por el supuesto derecho de celebrar destruyendo el mundo.