Por fin llegó. 26 mil voces al unísono gritaron sin clemencia. La rabia acumulada rasgueó las cuerdas vocales. No se jugaba ni por un campeonato, ni por un descenso. Era algo diferente; menos importante, más sublime, igual de inservible: la gloria de un dato efímero, una pregunta de crucigrama: eso que llaman “historia”. Años de frustración de los feligreses pagando su diezmo en forma de boleta se olvidaron porque alguien más, finalmente, se sentó en el trono del rey Sergio Alejandro.
Bastaba otro gol de penalti y el asunto estaba resuelto. Pero no. El hombre de las uñas pintadas como con resaltador, el de los peinados extravagantes, el del “perreo pa’ los nenes, perreo pa’ las nenas”, aprovechó un centro dudosamente certero de Cuesta y, con el mismo talento, ganas y precisión de un pela’o que hace una chilena en la cancha hechiza del barrio, se sostuvo en el aire en patada voladora y tenga, toma tu gol, imposible para el arquero: se la mandó a guardar a donde se guardan las pinturas, los poemas, las mejores obras literarias. Una hermosa pirueta retórica, muy efectiva además para callar diatribas capitalinas.
En la ciudad en que aún pululan el elitismo y el racismo, un Moreno hizo volver a gritar a los blancos. Recordaron nuevamente algo del pasado ya lejano de los campeonatos, de los estadios repletos y enardecidos, de los goles del Once Caldas a Sao Pablo, a Santos, a River y a Boca. Parecía que esas épicas eran ya del pasado, instrumentos de las nuevas directivas, criaturas de un museo de la memoria en que los manizaleños solemos caer. Tenía que llegar, sin embargo, una antigua gloria joven para recordar que, aun ahora, cuando todo parece escrito, queda todo por escribir (sobre todo en la piel). Y tenía que llegar alguien como Dayro, un hombre de llamas negras en el cuerpo, capaz de romper estéticas vetustas y de conmemorar sus orígenes, como si solo así se pudiera mantener la tradición: actualizándola.
Ya después, en la rueda de prensa, dijo que le dedicaba ese logro a su gente de Chicoral, la que lo vio crecer. Se refirió a los hinchas que soportaron largas filas para comprar la boleta, y quienes a pesar de los resultados volvían a llenar las gradas, y soñaban de nuevo con él otro campeonato, junto al equipo de sus amores. Dayro, que ha jugado en Millonarios, Nacional, Junior y Bucaramanga; que ha pasado por Brasil, México, Bolivia, Argentina y Rumania; que ha sido siete veces goleador del torneo colombiano; ese Dayro, dice que “el Once es la institución que le dio todo”. “Legendayro”, así lo llamaron los hinchas. A juzgar por sus decisiones y su caminado como bailando salsa choke, ha querido seguir siendo mortal. Renunció al Olimpo de los Messías para vivir entre nosotros, cantando con la hinchada, brindando con los amigos. Y hablando de dioses terrenales, hace unos días se publicó una novela póstuma de García Márquez, En agosto nos vemos. Otro jugador de amplias fintas literarias volvió a las canchas, pero, para no dejar de sorprendernos, volvió muerto.
Al leer el libro se siente algo de lo que gambetea Dayro: palabras o balones, sobresalen sus personalidades de hombres extraordinarios que deciden ser humanos. En ese libro su autor nos deja sumergirnos en su camerino sin arreglar para ver -además de sus amagues mágicos- sus faltas, sus contradicciones, sus lesiones. En agosto nos vemos es un manuscrito imperfectamente perfecto con el que nos lanza un último centro, y así nos dice que es como nosotros, y que el gol es nuestro. Debe ser por eso que tanto Dayro como Gabo tienen de alias su nombre de bautismo.