No es raro que la palabra conciliador se parezca tanto a la palabra consolador. Una amiga me brindó la clave para entenderlo: el conciliador es el rollo de periódico con el que amenaza a sus perros para que dejen de ladrar o de hacer daños; es la forma de imponer una ley en su casa. Después pensé que, cuando lo usa, debe propiciarle, de tanto en tanto, una suerte de consolación: imponer la ley del periódico quizás la desahogue de tristezas y frustraciones. Lo bueno es que, eventualmente y a falta de periódicos, podría usar también el consolador como mazo de justicia.
Un fantasma ronda por América: el de Nayib Bukele. Reelegido recientemente con el 85 por ciento como el salvador de El Salvador, el hombre de barba a lo Nelson Velásquez, peinado lustroso hacia atrás y cuerpo definido a lo galán de vereda, y sonrisa blanquísima estilo influenciador o figura de La Casa de los Famosos, ha logrado algo que ningún otro político reciente en este rincón del mundo: crear un modelo.
Eso sí, mejor peinado que Milei y mucho más joven que Trump, comparte sin embargo con estos dos algo: lo pantalleros y la política de la venganza o la venganza como política. Una fórmula que es fácil y efectiva. Los flashes que lo acompañan y ciertas cifras que le dan una razón momentánea hacen que su manera de cazar ratones sea de los productos más apetecidos en varios de nuestros países. No por nada, a dos años de las nuevas elecciones presidenciales, el cazador de ratones rojos Néstor Humberto Martínez ya escribió en su columna de El Tiempo “Se busca un Bukele”. No sería raro tampoco que para nuestro país surja una Bukele, y que conozca al dedillo cómo se crea la desinformación Semana tras Semana.
Estos -acaso los- políticos saben que lo importante no es acercarse a la verdad, ni siquiera acercarse a responder mejor los problemas sociales, sino posar bien para la foto (en qué silla me tengo que hacer para no salir tan bajito, cómo salen más incisivos mis deslumbrantes ojos celestes, ¿estas patillas así me hacen ver como el Libertador de Argentina?). No importa que haya gente desnutrida ni tampoco que no sepamos bien cómo responder a los retos que trae el cambio climático; lo importante es que se vea que hay más uniformes de policías en las calles.
A varios amigos les he oído justificar los infiernos de los que se enorgullece Bukele. A muchos colombianos les sabe sacar el paraquito que llevan dentro. En este país en que aún pervive la Ley del Talión como máxima de pensamiento, el ver la imagen de cientos de hombres desnudos y hacinados es una cuestión incluso de regocijo. Salen a relucir toda clase de “si yo estuviera en su lugar, haría lo mismo” o “si una de las víctimas de los Maras matara a mi mamá, también haría lo mismo: que se pudran en la cárcel”. Es más difícil entender que no se trata de pensar como si fuéramos nosotros. Es más fácil decir: “¡Hay que matarlos como ratas!”.
Ni tampoco es raro que hoy se quiera discutir el porte de armas para los ciudadanos: que cualquier persona que tenga el derecho de usar su justiciera pistola lo pueda hacer sin controvertir la ley. Es sencilla la lógica. A mayor percepción de violencia, se activa el paraquito interno y se pide más violencia para responder. Y así se sacia el deseo de venganza, que es el más inmediato, pero el más contagioso. El problema es cuando suceda lo que me hizo pensar mi amiga: que en la calle cualquier cristiano use su sagrada pistola no solo como conciliador –y así tratar a su conciudadano como trataría a su perro– sino única y exclusivamente para consolarse.