Gobernar no es fácil. Desde el ejercicio del poder se deben identificar las necesidades elementales de la Nación, planificar la forma como deben abordarse; construir proyectos y programas específicos para impactar a la ciudadanía, buscar la financiación y, con muchas dificultades, ejecutarlos. Este es un sendero difícil que se debe recorrer en medio del escrutinio público que el buen gobernante siempre debe estar dispuesto a escuchar y entender.
Desde un punto práctico, no es descabellado sostener que se gobierna con los amigos, pero no solo para ellos. Administrar significa tener en consideración que todos los ciudadanos, partidarios o no del proyecto político, necesitan y merecen un espacio en el cual puedan desarrollar su proyecto de vida en libertad, tranquilidad, igualdad y, ante todo, sin resultar estigmatizados por expresar libremente sus opiniones. A ello se le considera democracia. Cualquier otro prototipo adecuado a los caprichos del gobernante de turno podrá parecérsele, pero no es un modelo plenamente democrático.
El problema se origina cuando, desde el gobierno, se designan amigos en grandes posiciones de poder para las cuales no tienen la formación necesaria. La administración no solo requiere de personas comprometidas, sino capaces técnica y jurídicamente, profesionales de excelencia, honestos y transparentes, expertos en los temas y obligados con el resultado. El criterio de selección debe ser multidisciplinar para garantizar que en su gestión se obtengan los mejores logros para el Estado.
Pero no. Vemos con asombro la forma como esta Administración desdeña la técnica para sustituirla por la política. No se trata del anacrónico discurso populista que afirma que en la tecnocracia el pueblo le sirve al técnico y no al contrario. Esta resulta ser una falacia del tamaño de una catedral. Semejante arenga populista se aleja de los principios de la eficiencia y administración estatal y desconoce que la naturaleza del servidor público es precisamente esa, servir al público.
Funcionarios expertos en manejo de presupuesto, indicadores, planeación, supervisión o control fiscal no pueden ser reemplazados por políticos incendiarios que ven el Estado como una alforja de recursos infinitos para cubrir cualquier capricho o locura que cruce por su cabeza. Se quiera o no, se necesita la técnica y la razón es simple: La tecnocracia es un sistema de administración en el que los expertos son los encargados de tomar o documentar decisiones desde un enfoque puramente científico, en lugar de los políticos tradicionales que se mueven impulsados por los réditos electorales. Esto lleva a decisiones más eficientes y efectivas que redundan en beneficio para toda la Nación.
La dicotomía entre activismo y tecnocracia se mantiene: el activismo, con su fervor y su fuego, puede parecer atractivo. Sin embargo, su naturaleza apasionada puede ser su perdición. Los activistas mantienen su mirada en el cálculo político, los votos, las curules, la concentración de cargos y las sumas y restas necesarias para llegar o mantenerse en el poder y pueden ser ciegos a la complejidad del mundo. Sus decisiones, impulsadas por el cálculo electoral, pueden carecer de la practicidad necesaria para la administración efectiva.
La tecnocracia, por otro lado, brilla con la luz de la razón. Los tecnócratas, expertos en sus campos, toman decisiones basadas en datos y hechos, no en emociones o ideologías. Su enfoque pragmático puede llevar a soluciones más efectivas y su adaptabilidad puede permitir una respuesta más rápida a los cambios en el mundo. La tecnocracia no es una panacea. Aunque puede proporcionar soluciones efectivas, también puede ser fría e impersonal. Finalmente, la administración efectiva requiere un equilibrio entre la pasión del activismo y la razón de la tecnocracia.