Anécdotas de pequeñas y señoriales ciudades. En Buga, Valle, vivió un caballero de apellido Romero, conocido porque había amasado una considerable fortuna a base de trabajo y privaciones, al costo de deteriorar su salud, mientras la juventud se alejaba. La plata acumulada tuvo que gastarla en costosos tratamientos médicos, cuando asomó la vejez con su carga de achaques, para morir finalmente poco menos que pobre. Cuando el cortejo fúnebre pasó por el café Canaima, ubicado en una esquina del parque Cabal, rumbo a la iglesia de san Pedro, donde se celebrarían las exequias, quienes ocupaban las mesas, en tertulia alrededor de un tinto, se pusieron de pies en señal de respeto y uno de ellos, poeta de improviso, dijo en voz alta: “Allá va Romero en un ataúd. / En su juventud, gastó su salud buscando dinero. / Y en su senectud gastó su dinero buscando salud. / Y ya sin dinero y ya sin salud, / allá va Romero en un ataúd.” Entonces no existían los seguros de salud; y quien se enfermaba tenía que costear de su bolsillo los tratamientos o acogerse a los servicios de caridad de los hospitales públicos. En el peor de los casos, tomar remedios caseros, sometido a tratamientos de teguas y de señoras familiares o vecinas, que “formulaban” pócimas, unturas y sobas exclamando: “Esto es bendito”. Y alguna vieja agregaba: “Esto fue lo que volvió a parar a mi mamá”.  
A mediados del siglo XX se crearon en Colombia los Seguros Sociales, con las mejores intenciones de los gobernantes de turno, para garantizarles a los trabajadores servicios de salud, mediante el pago de cuotas compartidas con los empleadores. Tarea de titanes fue educar a patronos y asalariados para que aceptaran costear el sistema, y entendieran que la mutualidad reduce costos individuales y garantiza cubrimiento colectivo. Agréguesele al asunto, para entender el fracaso final de los S.S., la intervención de políticos que aspiraban a manejar el sistema, tras los recursos financieros y la burocracia. Y remátese con la voracidad de sindicatos irracionales. Pero la idea de asegurar la salud colectiva no podía sucumbir y apareció la Ley 100, que creó las Empresas Prestadoras de Servicios de Salud, EPS, que, con falencias y desaciertos de muchas, en competencia con verdaderas profesionales, presta servicios que no tienen países desarrollados, incluido Estados Unidos, que es el modelo a seguir por el esnobismo criollo, para imponer sistemas de variada índole, sin mayor análisis. Las falencias y desaciertos mencionados provienen de la aparición de múltiples EPS creadas por “empresarios” oportunistas, tras el manejo de los recursos económicos que desvían hacia objetivos distintos a la eficiente prestación de servicios de salud, dedicándolos a la simple especulación financiera, afectando de paso a los profesionales de la salud con malos salarios y a clínicas, laboratorios y hospitales a los que les pagan los servicios que prestan con retrasos que los aboca en no pocos casos a la ruina. Igual cosa sucede con el SISBEN, costeado por el Gobierno, pero sometido a la tramitología, que retrasa los pagos a proveedores ostensiblemente. Con todo lo anteriormente expuesto, la solución no es acabar con las EPS, hacer borrón y cuenta nueva, sino ajustarlas para que cumplan su misión con eficiencia y honestidad.