Un viejo refrán dice que “el tiempo perdido lo cobra Dios”, que puede aplicarse a lo que sucede en muchos procedimientos que atañen a la comunidad, como la administración pública, la justicia y la actividad legislativa, entre los más relevantes que afectan al colectivo social. La burocracia oficial, desde tiempos inmemoriales, se ha caracterizado por lenta y engorrosa en sus procedimientos, como si a los funcionarios sólo les interesara conseguir el puesto y conservarlo, antes que ser útiles y eficientes. Uno de ellos, cuando un conocido le observó la escasez de trabajo en sus funciones, contestó con cinismo: “harto trabajo me costó conseguir el puesto”.
El asunto se agrava cuando la ineficiencia se ubica en cargos de alta responsabilidad, en los que la representación política es más significativa que la calidad ética, académica e intelectual de funcionarios que, por una perversa paradoja, son los mejor remunerados. Con el agravante de que la ineficiencia de los jefes afecta la funcionalidad de los subalternos, para que el Estado sea paquidérmico e inoperante; lo que adquiere perfiles dramáticos cuando quienes tienen a su cargo la administración de recursos para atender necesidades básicas de los ciudadanos, dedican su tiempo y tales recursos a construir plataformas para montar estrategias que sirvan a futuras aspiraciones, más representativas, mejor remuneradas y de mayor impacto social.
Todo lo anterior tiene sus efectos en la calidad de vida de los pueblos, en la desigualdad económica y social, en el atraso de las regiones que se desempeñan lejos del poder central, en el desarrollo de actividades delictivas que prosperan más que las acogidas a la ortodoxia económica, a la inseguridad y al atraso en la formación de las nuevas generaciones.
Así discurre la vida, que no se detiene, y se pierde tiempo precioso para construir mejor sociedad, más próspera y armoniosa; con mejor calidad de vida y más feliz. Esa aspiración la plasmó Tomás Moro en su obra Utopía, que sedujo a los intelectuales y ha trascendido el tiempo. La lentitud de la justicia se explica por la necesidad de acertar, cuidándose de la posibilidad de errar en sus fallos, especialmente cuando están de por medio intereses humanos sensibles, de diversa índole; prestigios personales, la libertad, que es sagrada; y la vida misma, aunque esta última, víctima de malas decisiones, no se pierda físicamente, pero sí se destruya moral y socialmente.
El ejercicio de la justicia se fundamenta en el discernimiento, la interpretación de teorías y la confrontación de hechos y sus efectos. No obstante, el tiempo influye en la prontitud, eficacia y eficiencia de la justicia cuando es sometida a argucias, dilaciones oportunistas o falsedades probatorias, para lo cual hay verdaderos “maestros” en el ejercicio de la abogacía; y corre, además, con la eventualidad de la corrupción, atenta a conseguir efectos amañados a favor de intereses non santos.
No sobra explayarse en estas consideraciones, que no son pérdida de tiempo del columnista y sus lectores, sino reflexiones que ameritan gastarles tiempo.