Ensayando una teoría aplicable al desarrollo social de la humanidad, sin necesidad de sumergirse en las profundidades de la sabiduría o de emular con quienes hilvanan premisas para construir telarañas de ideas alrededor de las evidencias histórico-sociales, como el pensamiento complejo del filósofo francés Edgar Morin, puede decirse que lo bueno que ha logrado la humanidad través de los siglos se ha construido sobre los pilares de la familia y el emprendimiento. La primera es un hecho inherente a la naturaleza humana, que, bajo las formas de hombre y mujer, y la prolongación en los hijos y la descendencia, establece unidades familiares que son la base de las comunidades y el núcleo humano por excelencia. De la calidad de las familias, que depende de las condiciones físicas, morales y culturales en las que se desempeñen, proviene el nivel de vida de las naciones, siempre y cuando sean gobernadas adecuadamente, según el orden social que las rija. De buenos gobiernos dependen comunidades sanas: física, cultural y moralmente; prósperas y creativas. En esa aspiración se fundamentó la Utopía de Tomás Moro, como un modelo ideal que no pasó de ser un sueño del filósofo. Pero el concepto de familia no deja de ser un ideal y muchos privilegiados, felizmente, lo disfrutan. 

Ser pacifista no es una actitud pusilánime ni cobarde. Es un razonamiento lógico, humanitario. Las confrontaciones armadas destruyen a la juventud, que es fundamental en las familias; de las guerras sólo quedan en las comunidades viudas, huérfanos y ancianos abandonados.

El otro pilar básico de la prosperidad social es el emprendimiento, acogido a la premisa de Einstein según la cual “es más importante la curiosidad que el conocimiento”, para generar los elementos necesarios para el bienestar humano, que cubren las carencias naturales, como fueron hasta no hace mucho en el largo recorrido histórico la luz, las telecomunicaciones, el transporte, los equipos médicos e infinidad de cosas que han descubierto, implementado y masificado los emprendedores, para mejorar la calidad de vida de las comunidades; pese a lo cual muchos pueblos, en todos los continentes, permanecen atados al primitivismo, porque la codicia de las economías poderosas sólo tiene ojos para la riqueza y desconoce la filantropía. De ahí el descomunal desequilibrio entre las distintas regiones del mundo, pese a la igualdad proclamada por líderes políticos y religiosos de diversos matices ideológicos y doctrinarios; consagrada en las constituciones de muchas naciones; y hasta objeto de movimientos que partieron la historia, como la revolución francesa, que clamaba por libertad, igualdad, fraternidad, mientras el régimen del terror, que remplazó a la monarquía de los Luises, cortaba cabezas a todo el que ostentara un apellido que insinuara nobleza. 

En resumen, las familias y los emprendedores han sostenido el bienestar de la humanidad, mientras autócratas y fanáticos destruyen los avances materiales logrados y siembran odios polarizadores.