Don Ramón de Campoamor, clásico del Siglo de Oro español, con sus versos decía cosas que han trascendido los tiempos, al menos en la memoria de quienes sacan provecho de las lecturas para extraer ideas que sirvan para la formación intelectual, que trasciende los espacios de la vida. Dijo don Ramón algo que puede aplicarse a la realidad económica de Colombia, en estos momentos de incertidumbre: “En este mundo traidor nada es verdad o mentira; / todo es cuestión del color del cristal con que se mira”. Fenómenos como la inflación, las variables del producto interno bruto, la balanza comercial, los índices de pobreza y el empleo, entre otros, se presentan de una u otra manera, dependiendo de que los analistas sean afectos al gobierno o contradictores. De ahí se derivan aplausos o críticas. Y el “oscuro e inepto vulgo”, como espectador de una partida de ping-pong, menea la cabeza de un lado a otro sin entender nada. Pero, a la postre, es el pueblo raso quien vive, para bien o para mal, las consecuencias de los fenómenos sobre los que pontifican altos funcionarios del Estado, académicos y “expertos sabelotodo”; que abundan.

Aterrizando el asunto en los terraplenes de la lógica, tan esquiva a algunos funcionarios de la primera línea gubernamental, más interesados en conservar el puesto que en ser útiles, los fenómenos macroeconómicos se encadenan: unos son consecuencia de otros, o se complementan. Por ejemplo: los alimentos de la canasta básica varían de precio al vaivén de la producción agrícola, que depende del clima, fundamentalmente; y los productos manufacturados están sometidos a la provisión de materias primas y al mercado cambiario, cuando son importadas. Pero falta, para redondear el círculo, mencionar la demanda, que influye en la inflación, uno de los índices más preocupantes para las autoridades monetarias. La demanda depende de la capacidad de compra de los consumidores, que, a su vez, tiene que ver con el empleo, porque si no hay trabajo no hay ingresos y sin ingresos no hay demanda; o es muy precaria. Pero, para que vayan sacando pañuelo, el trabajo depende de la producción, que deriva del emprendimiento y el capital, como ha sido desde que el mundo es mundo. Los profetas del cambio, que parecen estar de moda, persiguen a los capitalistas con medidas oficiales que restringen su gestión y entonan discursos incendiarios que atizan la lucha de clases, de la que las primeras víctimas son los pobres. Los emergentes, que cazan votos en la pobreza y la ignorancia, cuando llegan al poder, se transforman en nuevos ricos y en sibaritas extravagantes; y viajan en avión privado con comitivas de parientes y amigotes, periodistas y asesores de imagen. Entonces se olvidan de que un buen gobierno es el que tiende puentes en vez de levantar muros, para conciliar esfuerzos del capital y el trabajo alrededor del bien común. Pero, por lo visto en tiempos recientes en el vecindario latinoamericano, los gobernantes buscan atornillarse en el poder, “por las buenas o por las malas”, como declaró uno de ellos, al que se le abona la sinceridad. Los resultados, buenos o malos, son secundarios.