Para los mayores de cincuenta años no es extraño volver a oír la palabra catequesis, que comprendía una actividad complementaria a la vida escolar, que se hacía generalmente los sábados. Era en tiempos que la asignatura, denominada religión, era obligatoria tanto en colegios estatales como privados, confesionales o no.
La catequesis, por supuesto, estaba ligada al estudio del catecismo, un documento católico con antecedentes desde antes de 1599; pero, a partir de esta fecha el documento se atribuye al jesuita Gaspar Astete, aunque pudo existir un trabajo escrito por el mismo autor desde 1586. Hasta el siglo anterior se conocía simplemente como el astete. 
El documento inicial de Astete se titulaba: Doctrina cristiana y documentos de crianza. Posteriormente se produjeron varias reformas. Este catecismo sirvió para la evangelización de América, lo mismo que para la difusión del catolicismo en otros continentes, incluyendo Europa. Sin embargo, la utilización fundamental ha sido la instrucción de la Doctrina Católica.
Como una conclusión tardía del Concilio Vaticano II, el Papa Juan Pablo II convocó un Sínodo de Obispos en 1985. De allí partió la idea de un Catecismo nuevo, cuya primera redacción se hizo en francés, 1992. La edición final latina fue promulgada en 1997 por Benedicto XVI.
La catequesis, como instrumento de instrucción católica, tiene entre sus objetivos enseñanzas y directrices utilizadas antes de recibir los sacramentos como el bautismo, la confirmación, la primera comunión o el matrimonio. 
 Aunque la catequesis cristiana no es exclusiva de un sector de la Iglesia Católica porque a ella pueden recurrir quienes de una u otra manera sienten vocación por las enseñanzas de Jesús, evidenciadas con su vida y mensajes. En un sentido amplio, el concepto de catequesis puede asignarse a cualquier actividad que pretenda difundir preceptos.
El Papa Francisco recurre al formato de la catequesis para evangelizar. El 20 de marzo pasado se refirió a la prudencia, como una de las cuatro virtudes cardinales, siendo las otras tres: justicia, fortaleza y templanza. Ahora bien, la prudencia puede ser interpretada de diferentes maneras laicas unas de carácter restrictivo y otras con enfoque positivo.
El documento del Vaticano anota: Una persona prudente es creativa: razona, evalúa, trata de comprender la complejidad de la realidad. Y no se deja llevar por las emociones, la pereza, las presiones, las ilusiones.
Más adelante clarifica el concepto de prudente: Quien es prudente no elige al azar: ante todo, sabe lo que quiere; luego, pondera las situaciones, se deja aconsejar y, con amplitud de miras y libertad interior, elige qué camino tomar, custodia el pasado y es previsora.
La prudencia está ausente en muchos episodios de la vida nacional, así como en la vida personal, familiar, social y los relacionados con la actividad institucional. Por la imprudencia se han desarrollado muchos conflictos que debieron ser evadidos o al menos atenuados. Como se ha relatado, el prudente no es indolente en ninguna de sus acepciones.
La persona prudente es quien mejor interpreta el papel real del amigo sobresaliente; el inigualable funcionario; el incomparable familiar e inclusive es confortable, ¡vaya paradoja!, tenerla como contradictora porque permite las expresiones de disentimiento sin alardes ni cobardías ni intenciones dañinas.
La prudencia no implica minusvalía en ninguna de las fases de actuación física o mental o ambas, como es natural que actúen los seres humanos.
La prudencia es esencial para obtener elementos externos e internos.  previos al análisis introspectivo. Es prudente quien sabe diferenciar sus posibilidades sin demeritar la capacidad de lograr que sus ilusiones sean metas reales.
La persona imprudente está camino al caos que lo puede alcanzar y destruir. La anarquía puede eliminarse siempre y cuando se adquiera prudencia sincera y no ficticia a ejemplo de un bufón.