En tiempos en los que tantas personas buscan desprestigiar a los sacerdotes y meterlos a todos en la misma bolsa, resulta por lo menos sorprendente que un autor consagrado, confeso ateo, reivindique en su más reciente novela la obra y la vida de un cura bueno, Luis Alberto Calderón, un hombre inmenso, tanto por su tamaño descomunal, bordeó los 130 kilos de peso, como por su forma diferente de evangelizar: la música y el cine.

Los asiduos visitantes a los cineclubes de los años 70 y 80 en Medellín y algo en Manizales indentificarán fácil al protagonista de esta obra, con otro apellido, Álvarez, evangelizador del séptimo arte en sus columnas de El Colombiano, de LA Patria o de revistas como Kinetoscopio, que fundó, y aún se mantiene.

Fue un divulgador cultural más que un crítico, un personaje que se constituyó en el maestro de una generación de intelectuales, un hombre al que sus excesos le enfermaron el corazón, falla que terminó por quitarle la vida. Y por eso el título de la novela, Salvo mi corazón todo está bien, tomado de un verso de Eduardo Carranza, el mismo autor del himno de Manizales.

Héctor Abad Faciolince cuando andaba en la construcción de esta novela, que al final confiesa estuvo a punto de abandonar, también se enfermó del corazón y debió ser tratado, con cirugía incluso, lo que le da valor adicional a esta obra, porque cuando habla de otros, seguro también habla de él.

Se mete en honduras científicas para explicar lo que sucede en un corazón enfermo, al que le falta la FE, fracción de eyección, y esto de perder Fe en un cura, no es asunto menor. Es la excusa para dibujarnos historias humanas en el clero: envidias, solidaridad, mezquindad, devoción...

Hace poco Octavio Escobar contó de su novela Cada oscura tumba por qué escribió de un abogado bueno y no puedo dejar de hacer relación con esta obra de Héctor Abad. Qué bien que haya quienes se dediquen a sacar de la generalidad maniquea a profesiones y personajes, en estos tiempos de ligera acusación.

En esta novela el narrador es otro sacerdote, el mejor amigo del cura Álvarez -perdón, Calderón-, convencido de su fe y protegido suyo, Aurelio, quien a su lado aprendió no solo de responsabilidades, sino, ante todo, de humanidad. Este narrador escribe lo que empezaron a ser unos apuntes para entregarle a Joaquín, un escritor que les da forma, pero con sutilezas para ser fiel al relato original. El protagonista partió a la eternidad antes de tiempo y por la ambición de un cirujano brasilero que prometió lo que no podía prometer, reparar corazones como si de máquinas se tratara. Calderón fue su sujeto de prueba y así de mal le terminó de ir.

Ese sacerdote terminó viviendo en casa de familia, lejos de su comunidad, pero pleno de ejercer casi como pater familias del hogar al que fue convidado. Sus reflexiones allí lo acercaron a lo terrenal y esa cara del protagonista sí que lo destaca como protagonista de la novela o, mejor, del cine y las películas de las que tanto gustó.

Ya he escrito muchas veces que soy bibliófilo, porque me gusta el libro objeto, y de esta edición me gusta el detalle de fina coquetería de un corazón que aparece para separarnos secciones de los capítulos. Además, no es menor lo que les voy a relatar: cuenta con códigos QR para dirigirnos a Youtube donde encontraremos la pieza musical de la que hablan los personajes, casi siempre óperas. Un gusto leer el texto, a medida que se escucha la melodía. Ah, los capítulos van de la A a la Z, más una obertura y una coda.

El realista corazón que aparece en la portada es una obra de 1699, que se encuentra en el Museo de Ámsterdam, un detalle del cuadro Dos directores del gremio de cirujanos, de Juriaen Pool.

Regresó Abad Facionlince con una novela no autorreferencial, pero sí encontraremos muchas cosas que nos llevan a él, no tanto como sus diarios casi pornográficos por lo evidentes. Regresa el narrador que a tantos nos sedujo años atrás. Bien por él y bien por la literatura colombiana. Una novela que vale la pena ser leída, háganlo y #HablemosDeLibros y, por qué no, de corazones rotos, suturados, poéticos o idos, “porque cualquier cosa que uno escriba sobre el corazón se vuelve imagen y metáfora”, al decir del autor.

Subrayados

  • Había sido cura en una parroquia rural de Múnich y en una parroquia urbana de Manizales.
  • Si bien venerábamos el sacerdocio, no nos gustaba su disfraz.
  • Ser cura y tener culpa es la misma cosa.
  • Hasta un ateo como yo puede sentir compasión y nostalgia por la fe y por los curas.
  • Los religiosos no sabemos renunciar a los rezos porque sin rezos nos sentimos desnudos y sin voz.
  • Ser felices consiste en no apartarse nunca de lo que amamos.