En ‘El buen inmigrante’ (2017) Nikesh Shukla narra los impactos materiales y simbólicos que la apropiación cultural indebida ha tenido en él y otros migrantes o descendientes de migrantes en Reino Unido. Durante su vida, a Shukla le ha tocado lidiar con caricaturizaciones groseras, menciones desobligantes y diálogos agresivos solo por el hecho de ser descendiente de indios. Por esta razón el autor resalta que “las palabras importan”, ya que el lenguaje es un dispositivo clave a la hora de interactuar entre culturas y al momento de conectar con los demás.
Desde hace 6 meses vivo en Londres, una ciudad frenéticamente global, donde es usual que cada día uno se tope, converse, escuche o interactúe con personas de decenas de países del mundo. Solo en mis clases de maestría, la burbuja académica privilegiada desde la que vivo esta experiencia, comparto con personas de más de 30 nacionalidades de los 5 continentes.
Menciono la historia de Shukla no porque el eje de mi estadía en este país haya sido la interpelación grosera o la utilización abusiva de mi cultura o la de otros, que en todo caso sucede, sino porque, como él autor lo relata la experiencia del migrante está llena de nuevos debates, categorías emergentes, choques inesperados y disyuntivas constantes. Migrar es como plantea John Berger, “desmantelar el centro del mundo, y mudarnos a uno de sus fragmentos, a uno solo y desorientado”.
En mi caso, la mudanza implicó migrar a un país no hispano-parlante, a un fragmento en el que predomina otra lengua, lo cual ha implicado una interpelación diaria con algo tan arraigado y básico en  nuestra experiencia social como la comunicación. Me he enfrentado a la duda constante: pensar, repensar, repasar las frases en mi mente, temer que las palabras lleguen a un callejón sin salida, donde las ideas y las intenciones no encuentren el cauce natural o el atajo que fácilmente encontrarían en el idioma natal. Temer que ese vacío sea eterno, pero luego, cada día convencerme a mí mismo de disparar palabras, que, a pesar de que desconozcan el canon o apaleen la gramática, puedan transmitir, así sea en mínimas dosis, algo de lo que pienso, una pizca de lo que siento.
De la confrontación lingüística me va quedando claro que difícilmente los sentimientos profundos, las confesiones íntimas o los proyectos quijotescos, expresados en tan variadas y ricas maneras en el idioma propio, puedan ser expresados con todas sus texturas, sinuosidades y giros en otro lenguaje. Pese a esto, ha sido enriquecedor descubrir que un idioma como el inglés, a pesar de su instalación y difusión hegemónica durante los últimos  siglos, puede llegar a ser prodigioso en su síntesis, en su deliberado pragmatismo y en su forma de narrar y nombrar al mundo, no solo desde la perspectiva de los dominadores sino también a través de las letras, palabras y signos de los que resisten por causa propia o por solidaridad con otros. Asimismo, estar en una megalópolis como Londres, me ha servido para reconocer la espectacularidad de lo cosmopolita y la majestuosidad de lo histórico, al tiempo que ratifico -a la distancia- mi amor profundo por el territorio inconcluso, por la historia que está apenas escribiéndose, por la ciudad pequeña.
Y en ese mar de oposiciones, pese a celebrar las políticas de integración social que promueven que personas de distintas clases vivan en los mismos barrios y compartan el mismo sistema de transporte público, intento, con algún éxito relativo, sobrellevar la disminución del trato caluroso y la reducción de la expresión física del cariño. Mientras me emociono con las prácticas que impulsan y acogen la diversidad, no puedo dejar de impugnar la hipsterización y bastardización que ciertas formas de capitalismo ejercen sobre culturas e identidades, vaciándolas de contenido en nombre del estatus, las reacciones y las ganancias.
Migrar me ha hecho, no solo potenciar una profunda colombianidad y latinoamericanidad, sino también sentirme parte de un Sur Global que no consideraba propio. Nombrar y reconocer ese Sur Global es corroborar que hay un hilo material y cultural que nos une a quienes provenimos de lugares en los que se han desplegado atropellos coloniales, corrupciones endémicas y autoritarismos crónicos, pero en los que los ciudadanos nunca han dejado de luchar por condiciones básicas de justicia, democracia y bienestar.
Y así va el viaje. Migré al norte para encontrarme con el sur.