En medio de ataques dirigidos hacia el sector público y la cohesión social, y alabanzas hacia el “libre mercado”, los ciudadanos “de bien” y las medidas de ajuste económico, Javier Milei asumió la presidencia de Argentina.
En su discurso inaugural, a imagen  y semejanza de la infame Margaret Thatcher, Milei dijo que no había alternativa a las medidas de ajuste económico, las mismas que se llevan implementando con fracaso desde hace cuatro décadas en todo el mundo. Nada nuevo en la narrativa: privatizaciones, reducción de salarios, deterioro de programas sociales, predominio de las fuerzas de seguridad, represión de la protesta, entre otras medidas.
A pesar de los intentos de ocultamiento, es relevante recordar que la doctrina del shock, promovida por Milei, tuvo su origen en Chile con un golpe de Estado y una dictadura militar de por medio. No sobra rememorar que en no pocas ocasiones, el fervor por la privatización ha conducido al surgimiento del fascismo y a la restricción de la libertad, palabra que paradójicamente es la más enfatizada por el nuevo presidente argentino y líderes similares.
Si la promesa en Argentina y otros países es más de lo mismo, ¿dónde radica la supuesta fuerza disruptiva con la que Milei y otros líderes derechistas avanzan frente a la ciudadanía? A mi entender, dos razones se retroalimentan: el avance de la derecha en la batalla cultural y la falta de respuestas ambiciosas, efectivas y duraderas de las fuerzas progresistas.
Por un lado, estos neo-autoritarios ven su movimiento como una cruzada, en la que, en en medio de noticias falsas y un entorno pseudo-religioso, luchan contra un supuesto “nuevo orden mundial” que es una amenaza para los valores occidentales, la institución familiar y el sagrado libre mercado. Para ellos, la valoración de los trabajadores, la autonomía de las mujeres o la dignidad de los migrantes se perciben como una amenaza al status quo. Así, bajo la apariencia de rebeldía, el fascismo avanza en la lucha ideológica. 
La otra cara de la luna es la respuesta de las fuerzas de centro e izquierda a este modelo a lo largo de las últimas décadas. A pesar de esfuerzos importantes de las fuerzas progresistas por desmantelar modelos, prácticas y políticas neoliberales, así como por promover medidas para ampliar derechos y cerrar brechas, la aparición (y en no pocos casos) persistencia de conductas corruptas, la falta de ambición en soluciones estructurales y la renuncia al control narrativo, sin hacerles culpables, ha incrementado su carga de responsabilidad en este fenómeno.
Mientras el progresismo ha aceptado las exigencias de moderación, la extrema derecha promueve de manera cada vez más abierta a extremistas misóginos, xenófobos, homófobos y aporófobos. 
Detener el desastre y abordar la raíz del problema requerirá más que astucia electoral o estrategias de mercadeo. Se necesitan proyectos que, por encima de egos y liderazgos, busquen institucionalizar prácticas y modelos que fortalezcan la movilización y el sentido de lo colectivo más allá del periodo electoral. Estos proyectos deben esforzarse por resolver los problemas estructurales y cotidianos de los ciudadanos, basándose en criterios técnicos, políticos y culturales; es decir, deben tener la vocación de ampliar derechos, expandir los consensos sociales, reestructurar el poder y transformar comportamientos y modelos mentales.
El político y sociólogo Antonio Gramsci sostenía que en el claroscuro en el que el viejo mundo se muere y el nuevo tarda en aparecer, surgen los monstruos. En este período de incertidumbre que nos ha tocado vivir, nos enfrentamos al surgimiento de uno nuevo. 
Es esencial ampliar los límites de la imaginación y la acción colectiva y política para que, a su vez, estos puedan expandir los límites de lo posible. De lo contrario, como ha ocurrido hasta ahora, elección tras elección, nos veremos abocados a conjurar el mal menor e intentar contener los monstruos que hemos fallado en exterminar.