“Respetado director: Ha sido un orgullo para mí haber visto impresas mis palabras en las páginas del periódico de mi tierra y la de mis padres. Créame que, siendo uno de esos anhelos que llamamos sueños, no era algo que esperara tan pronto”.  Así, con esa redacción de cursilería grecocaldense, arrancaba la carta en físico que le envié en 2009 a Nicolás Restrepo Escobar, quien acaba despedirse de la dirección de este periódico. Cuatro días antes, con 22 años y viviendo en Bogotá, me había publicado mi primera columna en el periódico
A Nicolás Restrepo lo conocí en persona varios años después, en 2013. Visité el periódico para conversar sobre el proceso penal contra el criminal Ferney Tapasco, por el asesinato del subdirector Orlando Sierra. Yo hacía parte del Centro Nacional de Memoria Histórica, que elaboraba el informe de violencia contra medios y periodistas. Me saludó como si me conociera desde antes. Seguro que sí, ¿o quién lo puede conocer a uno más que quien lee en primicia lo que a uno se le ocurre escribir? Solo a él enviaba mis primeras columnas, a ningún editor, solo a él. Si una madre nos desviste desde la cuna, el director y el editor nos encuentra desnudos en cualquier borrador.
En esa reunión, lo que hizo fue darle la palabra al equipo de editores que lo acompañaba. Tan excompañeros de Sierra como él, pero que, según lo dio a entender, eran personas más autorizadas para hablar del proceso penal. Había entrevistado para entonces varios directores de medios, todos sentados en sus propios monólogos. Nicolás es ‘reservado’, ‘sin hacer ruido’, así lo describió Alejandro Samper hace poco. En esta caso, diría yo, que así es como dejó espacio para la voz de su gente. Si se la dio a un joven que embutía adjetivos al escribir, cómo no se la iba a dar a su equipo: es lo que imagino siempre.
“No obstante [mi opinión] es una reivindicación ajena al fácil regionalismo, que entiendo como el ocultamiento desenfrenado de nuestra realidad sin vergüenza. Esa visión totalitaria de nuestra cultura y de nuestra historia que se concentra en poner la mano en el ‘corazón grande’, pregonar el ajeno emprendimiento antioqueño y enarbolar banderas de colores que ni reconocemos; todo esto sin saber siquiera quiénes somos y qué hemos sido”. Seguía mi carta de 2009. Era pleno apogeo del consenso regional sobre un uribismo al que ya se le veían sus costuras de corrupción y crímenes de Estado. 
Y se lo escribía a él, conociendo su posición y la del periódico en ese momento. Con el tiempo tuve la plena convicción de que Nicolás hizo de La Patria un lugar en el que el disenso es una excusa para continuar la conversación y no para hacer al otro a un lado. “El director también define su nómina de columnistas”, escribió Adriana Villegas en su reciente homenaje a Nicolás; en catorce años de columnas digo que este director no solo la definió con pluralidad sino que la supo proteger. Por diferentes vías me enteré de quienes le insinuaron incomodidad con mis textos… y nunca se atrevió ni siquiera a contármelo.
Nicolás vivió el recrudecimiento del conflicto a principios de siglo y el nacimiento y marchitamiento de la ‘seguridad democrática’. También los procesos de paz que trajeron espacios de reparación para el periodismo víctima de la guerra, pero a la vez reflexiones sobre la responsabilidad de los medios en ella. A todo eso le dio espacio en su redacción. Vio el fin de una hegemonía elitista y uribista en los gobiernos locales de los años 2000, la reinvención de un partido Liberal signado por la criminalidad y el experimento de una agenda verde sin precedentes para Manizales: torpe, díscola, editada, sobreactuada.
“Muchos caemos en la tentación de escribir sin otro objetivo que el goce de la inteligencia y la vanidad, pero debe prevalecer el sentimiento de que esa postura va contra la ética si al tiempo no se está inmerso en la realidad. En este sentido Julio Cortázar decía: ‘insisto que todo escritor sea testigo de su tiempo’ . Espero que La Patria pueda ser un digno pionero de esta revolución de la palabra escrita”. Así terminaba mi carta.
Yo apenas estaba en la etapa Cortázar de toda juventud y él ya era un director, testigo de su tiempo, que lideraba una revolución de palabras escritas. Gracias, Nicolás.