Para muchos turistas y viajeros con los que he conversado en Marruecos su día más memorable en este mágico país es la noche en el desierto. Yo opino lo mismo. El encanto empieza cuando se llega a la fila de camellos, echados en la arena. Son animales tranquilos y las sillas que portan en sus lomos son cómodas. Si la persona ha contratado una agencia para ella sola, su paseo en camello seguramente será solitario, aunque es posible que la incluyan en una caravana. A mí me parecen más bellas y más exóticas las caravanas. Entre otras cosas se prestan para fotografías más memorables. Yo he gozado de las dos modalidades, solo y en caravana. Los animales se enderezan muy despacio cuando la persona se monta y de igual manera se echan suavemente para que el turista se apee.
Las arenas de Erg Chebbi son amarillas y el viento las va moldeando y formando las dunas, que se suceden como olas inmóviles de un mar celestial y sugerente. Cuando la caravana comienza a desplazarse en perfecta fila india mi espíritu y todo mi ser entran en “modalidad desierto” y vienen inmediatamente a mi memoria las quince estrofas del poema “Los camellos” de Guillermo Valencia. El poeta payanés pertenecía a una pléyade de vates modernistas llamados parnasianos que “sacrificaban un mundo para pulir un verso”. Y así sus poemas son joyas de la más refinada perfección en el fondo y en la forma.
Acompasado con el rítmico andar del camello voy recitando con emoción los versos del poema:
“Dos lánguidos camellos, de elásticas cervices,
de verdes ojos claros y piel sedosa y rubia,
los cuellos recogidos, hinchadas las narices,
a grandes pasos miden un arenal de Nubia.
 Alzaron la cabeza para orientarse y luego,
el soñoliento avance de sus vellosas piernas
bajo el rojizo dombo de aquel cenit de fuego,
pararon silenciosos al pie de las cisternas”.
Me gustaría trasmitir todo el poema, animo a los lectores a que lo busquen en internet. No resisto la tentación de trascribir dos estrofas más:
“Son hijos del desierto, prestóles la palmera
un largo cuello móvil que sus vaivenes finge
y en sus marchitos rostros que esculpe la Quimera
sopló cansancio eterno la boca de la Esfinge”.

… Y así termina:
“Y si a mi lado cruza la sorda muchedumbre
mientras el vago fondo de sus pupilas miro
dirá que vio un camello con honda pesadumbre
mirando silencioso dos fuentes de zafiro.”
Y así despacio, marcando el camello las huellas en la arena y yo recitando con emoción los versos de Valencia, el paciente animal nos lleva hasta la jaima levantada en una hondonada del desierto. Las jaimas son las tiendas de campaña, hechas en cuero, de los nómadas del desierto al norte de África. En la jaima hay las comodidades mínimas para una noche: alfombras en el suelo, una cama confortable, jarrón con agua…Un grupo de músicos negros subsaharianos brindan un miniconcierto. La comida la sirven en otra sala comedor. El protocolo no lo dice, pero los viajeros instintivamente salen de su jaima y pasan una o dos horas acostados sobre una alfombra al lado de la jaima mirando el cielo, que allí parece estar más cerca y las estrellas llorar. Me vienen a la mente “Las Constelaciones” de José María Rivas Groot. Las estrellas compadecen a los seres humanos porque ven sus miserias. Al final el hombre se yergue y da la estocada final a las constelaciones:
“Y moriréis ¡oh estrellas! en el postrero día
mas flotarán espíritus con triunfadoras palmas
y alumbrarán entonces la eternidad sombría
sobre cenizas de astros constelaciones de almas”.