Gracias a un poderoso aparato publicitario antes desconocido, Juan Pablo II dejó imagen de Papa cuasiperfecto, omnímodo, pacificador y sanalotodo, que millones de católicos tragaron enterita, porque no se puede cuestionar a la Iglesia. La repercusión mediática influyó en su canonización en solo ocho años. Y ocultó facetas muy oscuras suyas, que de a poco salen a la luz.
Cuando era Karol Wojtyla arzobispo de Cracovia, conoció, por lo menos, tres casos de pederastia sacerdotal y los encubrió: un clérigo violó oralmente a niñas de 10 años en 1970 y lo admitió ante él. No podía decir que no sabía, pero cuando salió de la cárcel, lo autorizó a ejercer de nuevo. A otro abusador de niños lo ayudó a escapar de Polonia. En cambio, Wojtyla “no prestó atención a las víctimas ni a sus familias”, afirma el periodista Ekke Overbeek en su libro ‘Máxima culpa’ sobre abusos clericales en Polonia, publicado en marzo 8.
Bueno es recordar que el ahora santo también protegió a cómplices poderosos de los abusadores. Como el cardenal Bernard Francis Law, de Boston, a quien trasladó a Roma para librarlo de la justicia estadounidense.
Theodore McCarrick acumuló largo prontuario como agresor sexual y aunque lo sabía su santo padre, lo nombró arzobispo de Washington y luego cardenal. Aprovechó su experiencia encomendándole la promoción de la política de cero tolerancia al abuso sexual infantil en la Iglesia. Benedicto XVI le pidió la renuncia, pero no la presentó. Apenas en 2018, cuando el papa Francisco recibió la primera acusación de violación de un menor, lo destituyó del sacerdocio. McCarrick es la figura eclesiástica de más alto rango en ser expulsada.
El caso más famoso de encubrimiento sigue siendo el del sacerdote Marcial Maciel, fundador de la Legión de Cristo, que alcanzó notoriedad mundial con el respaldo de Juan Pablo. Maciel fingía padecer una extraña enfermedad, que únicamente los niños podían aliviar; para ello era necesario que alguno le sacara una muestra de su propio semen. Con ese cuentico abusó a 60 menores de edad. Por ese motivo, el Papa lo exaltó como un “guía eficaz para la juventud” y durante casi 30 años retribuyó su lealtad, que el mexicano apuntalaba con grandes donaciones.
Cuando un periódico estadounidense denunció a Maciel en 1997, el pontífice siguió respaldándolo. El entonces encargado de la Congregación para la Doctrina de la Fe y futuro papa Benedicto XVI, se abstuvo de enjuiciarlo, “porque es una persona muy querida del santo padre y ha ayudado mucho a la Iglesia”.
Otra aberrante actitud de Juan Pablo II, ya política, fue la dispensada al arzobispo Óscar Arnulfo Romero, quien repetidamente pidió audiencias para denunciar los crímenes de la dictadura militar en El Salvador. Jamás la concedió. Romero se las ingenió para entregar el informe y poco después fue asesinado por militares. A pesar de ser un mártir, ese Papa y Benedicto obstaculizaron su canonización.
Ya no queda espacio para relatar los escarceos políticos de Wojtyla con los comunistas y los gringos, ni del séquito de corruptos que lo rodeó y hoy entorpece el papado de Francisco. Tampoco del manejo de las finanzas del Vaticano por personajes de dudosa reputación, con ilimitados poderes, a cambio de su apoyo en la lucha contra el comunismo.
Es inútil mencionar las reacciones de hipócrita dignidad que suscitó el libro de Overbeek. Son parte de la esencia eclesiástica. Más importante es señalar qué clase de santos está consagrando El Vaticano, como Ezequiel Moreno, autor intelectual de asesinatos políticos, y Juan Pablo II, santo patrono de abusadores y violadores. Reflejan la crisis moral de la institución que se proclama faro moral del mundo.