El tiempo es la “dimensión física que representa la sucesión de estados por los que pasa la materia”, es una de las definiciones más sencillas de la llamada cuarta dimensión. Sólo los físicos, los matemáticos y quienes tienen sus espíritus más altos pueden explicarla a cabalidad y el resto de los mortales la mal entendemos.
Desde edades inmemoriales, hubo necesidad de entender porqué la luz y la oscuridad se suceden; porqué aparecen unas luces en el firmamento y luego otras; porqué ese rostro que se asoma en las alturas penumbrosas, a veces parece mirar de frente, cambia de posición hasta desaparecer y reaparece transformándose, o porqué cuando ciertos alimentos se agotaban, aparecían otros. En fin. Varias generaciones después confirmaron que sus vidas dependían de todo ello y para no seguir viviendo al azar, se propusieron saber cada cuánto ocurrirían tan enigmáticos portentos. Debían ser más que simples veleidades de dioses caprichosos. Surgió la cronología.
Si el tiempo es una dimensión del Universo, las formas de medirlo son humanas. Primero, con palabras que equivalían a “día” y “noche”, en nuestro idioma actual, para señalar el contraste entre luminosidad y tenebrosidad. A medida que entendieron los ciclos naturales, surgieron “año”, “mes”, “semana”, que fueron acumulando “siglos” y “milenios”. Los señalaban con simples muescas, para llevar la cuenta. Aparecieron los calendarios. Y como predecir lo por venir era una cosa mágica que sólo explicaban los sabios, los moldearon con representaciones míticas.
Cuando la Humanidad dominó los metales, aparecieron los sofisticados relojes. Los primeros señalaban la dirección de los rayos del sol; vino luego el ingenio de la arena filtrada; después, complejos mecanismos que enriquecieron los idiomas con “horas”, “minutos” y “segundos”. La cronología fue más importante que el tiempo.
Herederos de aquellos precursores refinaron cada vez más la tecnología, hasta derivar en ese artilugio multifacético llamado teléfono celular, con calendario, reloj, cronómetro y agenda incluidos. El inicial propósito de medir artificialmente el tiempo natural se volvió en contra: comenzó la esclavitud del minuto y los ilusos cronócratas quedaron reducidos a míseros cronodependientes. El idioma se empobreció con extranjerismos que muchos usan y pocos saben su verdadero significado, uno de las cuales, “whatsapp”.
Su versatilidad misma, el señuelo de la comunicación multifacética al instante (medida indefinida de tiempo), devolvió a sus adictos usuarios a las etapas más primitivas de la especie, cuando se adoraba el calendario. Es una especie de culto a lo inexplicable, que por lo mismo, adquiere dimensiones sobrehumanas.
Tiene un rito, muy breve, que suele ocurrir a la salida del sol: cada cronólatra fumiga a parientes, amigos, conocidos, patronos, subordinados, clientes, proveedores, novios(as), esposas(os), prospectos, amores platónicos, ex, ‘arroces en bajo’, amantes, ‘tinieblos’, fantasmas y hasta meros “contactos”, mensajes de una cursilería tal, que hubiera inspirado varios boleros a Agustín Lara: “Feliz y bendecido viernes”; “Encantador abril”; “Glorioso fin de semana”, seguidos de textos que brillan por su banalidad. Algunos destilan ramplona piedad; otros, pensamientos superficiales al estilo Paulo Coelho; los más, frases filosóficas en versión ‘fitness’ (¡se me pegó!). No demoran en llegar los “provechosas 9:30 a.m.”, “opíparo mediodía”, “suave atardecer”, o lo que sea. Por supuesto, son secuelas de los saludos de añonuevo, anteriores al wasap y los memes. Pero son una vez al año y estos, ¡todos los verracos días, en múltiples variantes!
Los bienintencionados remitentes quedan pletóricos, después de dispersar sus peregrinas bienaventuranzas. Mas no se preguntan si los destinatarios comparten su regocijo con el exceso de naderías. Quizás algunos lo hagan por venganza… Lo preocupante de todo esto, es ver cómo por celebrar la fecha, dejan de celebrar la vida.